jueves, 22 de septiembre de 2011

Un café con Kant


  


 

Al comenzar el último año de su vida, Kant se acostumbró a beber una taza de café después de la comida, sobre todo, los días que yo lo visitaba. Tal era la importancia que asignaba a este pequeño placer, que hasta se anticipaba a escribir una nota en el libro en blanco que le regalé, haciendo constar que al día siguiente comería con él y que, por consiguiente, habría café. A veces le distraía el interés de la conversación y se le pasaba la hora de tomarlo, lo que a mí no me pesaba, pues temía que el café, al que Kant nunca estuvo acostumbrado, perturbase esa noche su descanso. Pero si esto no ocurría, asistíamos a una escena no desprovista de cierto interés. Había que traerle el café "en el acto" (expresión que traía siempre a la boca en sus últimos días), "sin perder un instante". Y aunque por la fuerza de viejas costumbres sus manifestaciones de impaciencia seguían siendo muy gentiles, al mismo tiempo eran tan vivaces y llenas de una ingenuidad pueril, que ninguno de nosotros lograba contener una sonrisa. Previendo lo que sucedería yo tenía buen cuidado de que estuviesen hechos todos los preparativos: el café ya estaba molido, el agua hirviendo y, en el momento en que se daba la orden, el sirviente se lanzaba como una flecha y echaba el café en el agua. Sólo había que esperar que hirviese, pero a Kant esta demora insignificante le resultaba insoportable. Cualquier intento de consolarlo era inútil: por más que cambiásemos nuestras fórmulas nunca le faltaba una respuesta. Si alguien le decía: "querido profesor, en seguida traerán el café", contestaba:

"Eso es lo malo, que solo lo traerán",  "El hombre nunca es, siempre será feliz".
Si otro anunciaba: "El café llega inmediatamente", respondía:

"Si, y también la hora que viene, y una hora es lo que llevo esperando".
 Luego se reprimía con aire estoico para agregar:

"Bien puede uno morirse, después de todo; no hay sino que morir; en el otro mundo, gracias a Dios, no se bebe café y por lo tanto no hay que esperar a que lo traigan.".
A veces se levantaba de la silla, abría la puerta y gritaba en tono débil y quejumbroso, como apelando al último vestigio de humanidad que quedase en el prójimo:

"¡Café, café!".
Y cuando por fin oía los pasos del criado en la escalera, se volvía hacia nosotros y, con la alegría del vigía encaramado en lo alto del palo mayor, exclamaba:

"¡Tierra, tierra! Mis queridos amigos, veo tierra". 

   Thomas de Quincey, El café, (Los últimos días de Emmanuel Kant)




4 comentarios:

  1. Más o menos así es como me siento yo cuando pongo mi cafetera italiana al fuego cada mañana. La fuerza del café y la fuerza de los rituales.
    Curioso fragmento.

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  2. Todos los genios tienen algo de locos intrasigentes,
    Me encanta leer o que escribes.

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  3. Encantador relato sobre el café y Kant, me ha encantado. Un abrazo.

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  4. Luis Manteiga Pousamiércoles, 22 febrero, 2023

    De todas las llamadas culturas (del vino, de la cerveza, del cannabis, del tabaco, del whisky...) la cultura del café es la que más me atrae, seguida de la de la cerveza.

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