Al comenzar el último año de su vida, Kant se acostumbró a beber una taza de café después de la comida, sobre todo, los días que yo lo visitaba. Tal era la importancia que asignaba a este pequeño placer, que hasta se anticipaba a escribir una nota en el libro en blanco que le regalé, haciendo constar que al día siguiente comería con él y que, por consiguiente, habría café. A veces le distraía el interés de la conversación y se le pasaba la hora de tomarlo, lo que a mí no me pesaba, pues temía que el café, al que Kant nunca estuvo acostumbrado, perturbase esa noche su descanso. Pero si esto no ocurría, asistíamos a una escena no desprovista de cierto interés. Había que traerle el café "en el acto" (expresión que traía siempre a la boca en sus últimos días), "sin perder un instante". Y aunque por la fuerza de viejas costumbres sus manifestaciones de impaciencia seguían siendo muy gentiles, al mismo tiempo eran tan vivaces y llenas de una ingenuidad pueril, que ninguno de nosotros lograba contener una sonrisa. Previendo lo que sucedería yo tenía buen cuidado de que estuviesen hechos todos los preparativos: el café ya estaba molido, el agua hirviendo y, en el momento en que se daba la orden, el sirviente se lanzaba como una flecha y echaba el café en el agua. Sólo había que esperar que hirviese, pero a Kant esta demora insignificante le resultaba insoportable. Cualquier intento de consolarlo era inútil: por más que cambiásemos nuestras fórmulas nunca le faltaba una respuesta. Si alguien le decía: "querido profesor, en seguida traerán el café", contestaba:
"Eso es lo malo, que solo lo traerán", "El hombre nunca es, siempre será feliz".
Si otro anunciaba: "El café llega inmediatamente", respondía:
"Si, y también la hora que viene, y una hora es lo que llevo esperando".
Luego se reprimía con aire estoico para agregar:
"Bien puede uno morirse, después de todo; no hay sino que morir; en el otro mundo, gracias a Dios, no se bebe café y por lo tanto no hay que esperar a que lo traigan.".
A veces se levantaba de la silla, abría la puerta y gritaba en tono débil y quejumbroso, como apelando al último vestigio de humanidad que quedase en el prójimo:
"¡Café, café!".
Y cuando por fin oía los pasos del criado en la escalera, se volvía hacia nosotros y, con la alegría del vigía encaramado en lo alto del palo mayor, exclamaba:
Si otro anunciaba: "El café llega inmediatamente", respondía:
"Si, y también la hora que viene, y una hora es lo que llevo esperando".
Luego se reprimía con aire estoico para agregar:
"Bien puede uno morirse, después de todo; no hay sino que morir; en el otro mundo, gracias a Dios, no se bebe café y por lo tanto no hay que esperar a que lo traigan.".
A veces se levantaba de la silla, abría la puerta y gritaba en tono débil y quejumbroso, como apelando al último vestigio de humanidad que quedase en el prójimo:
"¡Café, café!".
Y cuando por fin oía los pasos del criado en la escalera, se volvía hacia nosotros y, con la alegría del vigía encaramado en lo alto del palo mayor, exclamaba:
"¡Tierra, tierra! Mis queridos amigos, veo tierra".
Thomas de Quincey, El café, (Los últimos días de Emmanuel Kant)