miércoles, 11 de enero de 2012

Cocina y sabores en "La Regenta". Leopoldo Alas, "Clarín"




Leopoldo Alas, "Clarín"

La Regenta. Manuscrito



"La Regenta" es la primera novela de Leopoldo Alas, escritor español, que usaba el seudónimo de “Clarín”. Fue publicada en dos tomos en 1884 y 1885, con una extensión total de cerca de mil páginas. Es considerada la obra cumbre de su autor y de la novela española del siglo XIX, junto con Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós, uno de los máximos exponentes del naturalismo europeo.

La comida y los sabores adquieren en esta obra una importancia extraordinaria, se entremezclan con la trama narrativa; las referencias al comer y al beber son tan frecuentes, tan realistas, que merecen una mención a parte.
 
En "La Regenta" la comida adquiere un protagonismo propio. Aparece como algo habitual, común, se convierte en un elemento clave en la novela, refleja el estado de ánimo de los personajes.

-Estas consideraciones podemos encontrarlas también en La montaña mágica, de Thomas Mann-.

 La novela tiene un argumento sencillo, convencional:

La joven Ana Ozores, casada con un hombre mayor, bueno y despistado, don Víctor Quintanar, ex Regente de la Audiencia local, es asediada por un ambicioso clérigo, Fermín de Pas, magistral  provisor de la Catedral de Vetusta, y por un vulgar conquistador, Álvaro Mesía, jefe local del Partido Liberal. Las muchas frustraciones de Ana, el abandono en que la tiene un marido sólo interesado por el teatro y la caza, y la carencia de hijos, la arroja en brazos de Mesía; éste mata en un duelo calderoniano al marido burlado. Un tristísimo desenlace corona esta tragedia: a la Regenta todavía le queda sufrir una prueba más, la absoluta soledad a la que la condena la hipócrita sociedad vetustense tras el adulterio.

Como el propio Clarín afirmó, La Regenta es:

"Una sátira de las malas costumbres".

¿A qué huele, a qué sabe, qué se come y se bebe en La Regenta?



Sabe y huele a múltiples aromas y sabores de la gastronomía española y asturiana, tan diversos y diferenciados como la sociedad española de finales del siglo XIX durante la época de la Restauración.

Comer, devorar, saborear, son acciones constante, definen a toda la ciudad, definen a los personajes. La personalidad, los deseos, las pasiones, las actitudes, todo aquello que bulle en su interior, se refleja a través de la comida.






Miel, tomate, cereza, vinagre, azafrán ...


Figuras literarias, como metáforas y comparaciones, salpican la trama narrativa; así, el rubor se compara con las cerezas y el tomate:

-se puso como un tomate, se puso como una cereza-

El malhumor y la crueldad con el vinagre:
-gesto de vinagre, cara de vinagre-.

El cruelísimo maestro, don Belisario Zumarri :
- el más sanguinario de los maestros de Vetusta-,
lleva el apodo de Vinagre, el señor Vinagre.

La miel se asocia a la cobardía: 
-quedarse a media miel-, 
y a la velada hipocresía:
-soy de miel, la boca llena de miel, palabras de miel, las lágrimas eran miel.

Los garbanzos y el azafrán a los rasgos físicos, la belleza:
-rubia de color azafrán-,
al esfuerzo: 
-sudaba gotas como garbanzos-.

O refranes que indican indiferencia:
"Con su pan se lo coma".


Calabazas

 Las calabazas al rechazo amoroso:


"Había llegado la época de la recolección: ¿serían calabazas? No lo esperaba; los síntomas no eran malos; pero, aunque se lo ocultase a sí mismo, no las tenía todas consigo. Por eso le irritaba más la supersticiosa fe de Vetusta en la virtud de aquella señora; le irritaba más porque él, sin querer, participaba de aquella fe estúpida.

Y con todo, yo tengo datos en contra, pensaba, ciertos indicios. Y además, no creía en la mujer fuerte. ¡Señor, si hasta la Biblia lo dice! ¿Mujer fuerte? ¿Quién la hallará?".

(Cap. VII)

Clarín, narrador omnisciente, presente en toda la obra, nos invita a saborear esta delicia salpimentada y edulcorada minuciosamente.

Dejamos, a propósito, el Capítulo I para el final, dada su extensa descripción de la ciudad de Vetusta y sus sabores.


Un paseo a través de La Regenta,
 festín gastronómico...


Libro de cocina "El cocinero europeo" (s. XIX)

Las numerosas y detalladas alusiones a la importancia del "comer bien" aparecen desde el principio de la novela. El apetito se asocia a la salud, al comer mucho y bien, y es signo de pertenencia a la clase alta vetustense.

Ana Ozores, huérfana y sin medios económicos, es recogida por sus tías solteras -doña Águeda (perfecta cocinera) y doña Anuncia- cuyo máximo afán es "casar bien" a su sobrina y "engordarla" para que pueda sacar partido a su hermosura :

"Doña Águeda era muy buena cocinera; conocía el empirismo del arte, y además lo profesaba por principios. Sabía de memoria «El Cocinero Europeo», un libro que contiene el arte de confeccionar todos los platos de las cocinas inglesa, francesa, italiana, española y otras. Pero salía por un ojo de la cara el guisar como el Europeo, según doña Águeda. Cuando se trataba de una gran comida o merienda de la aristocracia, ella dirigía las operaciones en la cocina del marqués de Vegallana y entonces recurría al Europeo. En su casa había muy poco dinero y allí se contentaba con las recetas que heredara de sus mayores. Maravillas y primores de la cocina casera comió Anita en cuanto el estómago pudo tolerarlas. Doña Águeda con unos ojos dulzones, inútilmente grandes, que nadie había querido para sí, miraba extasiada a la convaleciente que iba engordando a ojos vistas, según las de Ozores. Mientras la joven saboreaba aquellos manjares tributando un elogio a la cocinera a cada bocado, doña Águeda, satisfecha en lo más profundo de su vanidad, pasaba la mano pequeña y regordeta con dedos como chorizos llenos de sortijas, por el cabello ondeado entre rubio y castaño de la sobrinita de sus pecados, como ella decía. El artista y su obra se dedicaban mutuas sonrisas entre plato y plato". 
(Cap. V)


Sidra asturiana


Carlos Ozores, padre de Ana, primogénito de un segundón del Conde de Ozores. Ingeniero militar se casó con una humilde modista italiana que murió al dar a luz a Ana. Tenía fama de masón y ateo. A su lado y al de sus amigos librepensadores va educándose Ana:

"De noche, en la biblioteca, discutían don Carlos, un clérigo de Loreto y varios aficionados a la filosofía y a la buena sidra".

(Cap. IV)


Embutidos caseros


Longaniza


"Doña Anuncia no cocinaba, pero iba a la compra con la criada y traía lo mejor de lo más barato. Ayudábala a comprar bien un antiguo catedrático de psicología, lógica y ética, gran partidario de la escuela escocesa y de los embutidos caseros. No se fiaba mucho ni del testimonio de sus sentidos ni de las longanizas de la plaza. Era muy amigo de doña Anuncia y la ayudaba a regatear. 

La solterona después del mercado recorría las casas de la nobleza para pregonar aquel exceso de caridad con que ella y su hermana daban ejemplo al mundo.

Si ustedes la vieran—decía—está desconocida; se la ve engordar. Parece un globo que se va hinchando poco a poco. Verdad es que aquella Águeda tiene unas manos.... En fin, ustedes saben por experiencia cómo guisa mi hermanita. Yo me desvivo por la niña. En casa no entendemos la caridad a medias. Todos los días se ve recoger a un pariente pobre, ¿para qué? para ahorrar un criado o una doncella; se le arroja un mendrugo y no se le paga soldada. Pero nosotras entendemos la caridad de otro modo. En fin, ustedes verán a la niña. Y que va a ser guapa. Ya verán ustedes.
En efecto, la nobleza iba en romería a ver el prodigio, a ver engordar a la niña".

(Cap. V)


Morcillas asturianas

El comer bien y el engordar salvaron a Ana Ozores. Se convirtió en una hermosa muchacha. Únicamente su hermosura le permitió ser aceptada en la clase alta de Vetusta.

Ana es tratada muchas veces por sus tías como un objeto para la voracidad ajena, y la llegan a identificar groseramente con embutidos o con una morcilla:

"Desde el día en que el médico dijo que el comer bien era ya oportuno, ella, con lágrimas en los ojos, comió cuanto pudo. A no haber oído aquella conversación de las tías, la pobre huérfana no se hubiera atrevido a comer mucho, aunque tuviera apetito, por no aumentar el peso de aquella carga: ella. Pero ya sabía a qué atenerse. Querían engordarla como una vaca que ha de ir al mercado. Era preciso devorar, aunque costase un poco de llanto al principio el pasar los bocados[...]
Para doña Águeda la belleza de Ana era uno de los mejores embutidos; estaba orgullosa de aquella cara, como pudiera estarlo de una morcilla".
(Cap. V)

Al casarse con don Víctor Quintanar, ex Regente de la Audiencia local de Vetusta, Ana Ozores empieza a ser la Regenta, personaje femenino principal de la novela
El nuevo status social al que accede por el matrimonio, cambia su vida. Las celebraciones gastronómicas con la alta sociedad comienzan. Empieza el festín culinario. Comer juntos, en cierta medida, los hace iguales o parecidos. Pero es un ambiente en el que Ana no se siente libre.

En La Regenta aparecen a lo largo de la narración once comidas y un desayuno, aunque no todos se describen con igual amplitud, así como referencias significativas a distintos alimentos como las naranjas y natillas, en el caso de los pilluelos, descripción de la despensa de los marqueses de Vegallana, entre otros.  

Los marqueses de Vegallana, representantes principales de la nobleza de Vetusta -el Marqués era el jefe del Partido Conservador, el cacique local- suelen ser los anfitriones de los demás personajes.
La comida celebrada en su casa el día de San Francisco, y la merienda posterior, son muy significativas, pues nos describe minuciosamente la despensa y la cocina del marqués de Vegallana, como un claro ejemplo del estilo naturalista de "Clarín". Es un momento cumbre en la organización de la intriga narrativa.
Comienzan los preparativos de la comida.

Las descripciones de los cocineros, el menaje de cocina, los alimentos y la procedencia de su nutrida despensa se convierten realmente en un verdadero manjar. Los efectos voluptuosos de una buena comida son exclusivos de la alta sociedad. Una despensa bien provista es signo de comer bien, de salud, de prestigio social, un sinfín de sabores se entremezclan, sabores a tierra, sabores a bosque húmedo...


La despensa de los marqueses de Vegallana

El esplendor de la mesa de los Vegallana era testimonio de la voracidad de los comensales. Las comidas son verdaderos banquetes, comían -se afirma- lo mejor. La mesa era también una demostración de personalidad, identidad del individuo, cultura, economía, educación, diversión; se come, se bebe, se vive socialmente...
Pedro, el cocinero de los marqueses, ayudado por su pinche Colás, dirigía las preparaciones culinarias con una férrea disciplina tradicional; era un capitán general metido en el fuego; para él la comida de sus señores era el cometido principal, preparada siempre con esmero y refinados sabores:

"En la cocina de los Vegallana se reflejaba su positiva grandeza. No, no eran nobles tronados: abundancia, limpieza, desahogo, esmero, refinamiento en el arte culinario, todo esto y más se notaba desde el momento de entrar allí.[...]
Pedro, el cocinero, y Colás, su pinche, preparaban la comida ordinaria, y parecía que se trataba de un banquete. Por toda la provincia tenía esparcidos sus dominios el Marqués, en forma de arrendamientos que allí se llaman caseríos, y a más de la renta, que era baja, por consistir el lujo en esta materia en no subirla jamás, pagaban los colonos el tributo de los mejores frutos naturales de su corral, del río vecino, de la caza de los montes. Liebres, conejos, perdices, arceas, salmones, truchas, capones, gallinas, acudían mal de su grado a la cocina del Marqués, como convocados a nueva Arca de Noé, en trance de diluvio universal. A todas horas, de día y de noche, en alguna parte de la provincia se estaban preparando las provisiones de la mesa de Vegallana [...]



"El ajuar de la cocina abundante, rico, ostentoso, despedía rayos desde todas las paredes, sobre el hogar, sobre mesas y arcones; era digno de la despensa; y Pedro, altivo, displicente, ordenaba todo aquello con voz imperiosa; mandaba allí como un tirano. Comía lo mejor; mantenía las tradiciones de la disciplina culinaria; vigilaba el servicio del comedor desde lejos, pues no era un cocinero vulgar, regida sólo de pucheros y peroles, sino un capitán general metido en el fuego y atento a la mesa. No era viejo. Tenía cuarenta años muy bien cuidados; amaba mucho, y se creía un lechuguino, en la esfera propia de su cargo, cuando dejaba el mandil y se vestía de señorito.
Colás era un pinche de vocación decidida, colorado y vivo, de ojos maliciosos y manos listas. Los dos personajes, a más de la robusta montañesa que tenía a su servicio Visita, ayudaban a las damas en su tarea. Pedro, sin dejar lo principal, que era la comida de sus amos, colaboraba sabiamente". 
(Cap. VIII)





















Respectivamente:
 Nueces, castañas, avellanas, jamón, morcillas blancas y morenas, peras, manzanas, capón, perdices, liebre, arceas (llamadas también, becadas, agachadizas, aguanetas, avefrías, becacinas, chochas, pitorras o sordas), truchas...
 Sabores a tierra, sabores a bosque húmedo...

¿Quiénes eran los proveedores de tan exquisita despensa?
Los proveedores de aquella magnífica despensa, envidiada por sus vecinos y comensales, eran los colonos del Marqués, de lo que el mismo se jactaba:
 "El Marqués sonreía cuando le hablaban de ampliar el sufragio. "¿Y qué? ¿No son casi todos colonos míos? ¿No me regalan sus mejores frutos? ¿Los que me dan los bocados más apetitosos me negarán el voto insustancial, flatus vocis?". 
Y... "aquella despensa -se dice- devoraba lo más exquisito de la fauna y la flora comestibles de la provincia..."

La acción de devorar se convierte en una sugestiva personificación gastronómica: la despensa devora, la ciudad devora, devoran las murmuraciones de los habitantes de Vetusta, devoran las malas intenciones, devora la envidia. Todo ello se plasma en el acto de devorar la comida.
La despensa recibía los más exquisitos manjares de la fauna y la flora, y estos eran sus manjares: 

"También de noche, cerca del alba, emprendía su viaje al monte el casero que se preciaba de regalar a su señor las primeras arceas, las mejores perdices; y allí estaban las perdices, sobre la mesa de pino, ofreciendo el contraste de sus plumas pardas con el rojo y plata del salmón despedazado. Allí cerca, en la despensa, gallinas, pichones, anguilas monstruosas, jamones monumentales, morcillas blancas y morenas, chorizos purpurinos, en aparente desorden yacían amontonados o pendían de retorcidos ganchos de hierro, según su género. Aquella despensa devoraba lo más exquisito de la fauna y la flora comestibles de la provincia. Los colores vivos de la fruta mejor sazonada y de mayor tamaño animaban el cuadro, algo melancólico si hubiesen estado solos aquellos tonos apagados de la naturaleza muerta, ya embutida, ya salada. Peras amarillentas, otras de asar, casi rojas, manzanas de oro y grana, montones de nueces, avellanas y castañas, daban alegría, variedad y armoniosa distribución de luz y sombra al conjunto, suculento sin más que verlo, mientras al olfato llegaban mezclados los olores punzantes de la química culinaria y los aromas suaves y discretos de naranjas, limones, manzanas y heno, que era el blando lecho de la fruta".
(Cap. VIII)


Almíbar

Flanes

Emparedados

Hojaldres, sabores dulces...


La merienda en casa de los marqueses de Vegallana, era preparada por Obdulia y Visitación con la sabia colaboración de Pedro, el cocinero de los marqueses de Vegallana. En ella los juegos eróticos, contactos corporales y coqueteos a los que se entregan los personajes, componían otro conjunto de elementos relacionados con la comida. Los sabores dulces cobran protagonismo junto a los juegos amorosos: almíbares, flanes, emparedados, hojaldres, sabores voluptuosos...


Empanada



Obdulia, antigua amante de Mesía, y Visitación, señora desenfadada, casada con un empleado de banca, muy golosa y aprovechada, deseaban que Ana cayera en brazos de Alvaro Mesía . 

Con el pretexto de hacer empanadas se reúnen en casa de los marqueses de Vegallana, el espacio ideal para saborear comida y juegos amorosos:

"Las habitaciones del Marquesito estaban en el segundo piso. Al llegar al vestíbulo del primero, oyeron grandes carcajadas.... Era en la cocina. Era la carcajada eterna de Visita.

—¡Están en la cocina!—dijo Mesía asombrado y recordando otros tiempos.
—Oye—observó Paco—¿no esperaba Visita a Obdulia en su casa para hacer empanadas y no sé qué mas?
—Sí, ella lo dijo.—Entonces... ¿cómo está aquí Visitación?
—¿Y qué hacen en la cocina?".

(Cap. VII)


Durante la preparación de la merienda los sabores dulces se entremezclan con la atracción que siente Obdulia hacia Pedro, el cocinero de los marqueses de Vegallana:


"Obdulia y Visitación, desde la ventana de la cocina que daba al patio, les llamaban a grandes voces, riendo como locas.
—¡Aquí! ¡aquí! ¡a trabajar todo el mundo!—gritaba Visita chupándose los dedos llenos de almíbar.
—¿Pero qué es esto, señoras? ¿No estaban ustedes en casa de Visita preparando la merienda?

Visita se ruborizó levemente.

Se celebró a carcajadas el chasco que se llevaría el pobre Joaquinito Orgaz, que había ido a caza de Obdulia [...]


Visitación disponía de la cocina y alimentos de los marqueses a su antojo, pues- según decía- la suya no funcionaba:
 "Obdulia lo explicó todo. En casa de Visita faltaban los moldes de cierto flan invención de la difunta doña Águeda Ozores; además, el horno de la cocina no tenía tanto hueco como el de la cocina de la Marquesa; en fin, no le adornaban otras condiciones técnicas, que no entendían ellos. Vamos, que ni los emparedados, ni los flanes, ni los almíbares se habrían podido hacer en la cocina de Visita, y sin decir ¡agua va! habían trasladado su campamento a casa de Vegallana".
(Cap. VIII)

Además, envidia aquella cocina y aquella despensa tan bien surtidas:
"¡Indudablemente Vegallana sabía ser un gran señor!", pensaba suspirando Visita, que soñaba muerta de envidia con aquella despensa, exposición permanente de lo más apetecible que cría la provincia". 





Sal, pimienta, azúcar, pasas, sabores salados, sabores picantes, sabores dulces, sabores eróticos, voluptuosos, entremezclados...


Visitación no sólo usaba la cocina de los marqueses como le placía, también enviaba a los criados a comprar todo aquello que faltaba.
De nuevo, aparecen los sabores dulces -azúcar, pasas- junto con los sabores picantes - la pimienta-, aderezando la relación entre el juego erótico de los personajes y la comida:
"Dos veces a la semana se jugaba en su casa a la lotería o a la aduana. Se dejaba un fondo para una merienda en el campo; se nombraba una comisión para que lo preparase todo. Sus miembros eran invariablemente Visita y un primo suyo. Visita, por economía, y porque le daban asco el pastelero y el confitero, fabricaba por su cuenta, y bajo su dirección, los hojaldres, los almíbares, todo lo que podía hacerse en su cocina. Después resultaba que en su cocina no se podía hacer nada. ¡El pícaro humo! El casero, que no ensanchaba el horno... ¡diablos coronados! Dios la perdonara.
El caso es que recurría en el apuro a la cocina de Vegallana, u otra de buena casa, las más veces a aquella. Allí se hacía todo. Visita disponía de los criados del Marqués; previo el consentimiento del cocinero, por lo que respecta a la cocina, sacaba algunas provisiones de la despensa; mandaba a la tienda por azúcar, pasas, pimienta, sal, ¡diablos coronados! si el señor Pedro no abría los cajones de sus armarios; que viniera todo lo que se necesitaba. «¿Dinero? Deje usted, ahí tengo yo cuenta». Después todo aquello aparecía en la cuenta del Marqués. Equivocaciones; como habían ido sus criados a comprar... Se comían la merienda. En la primera noche de tertulia se hacían los comentarios".

El saber hacer en la cocina, cocinar bien, prestigia al cocinero:
Pedro, el cocinero, sentía crecer su autoestima al considerar que había dedicado su vida a la cocina -salpimentar la comida-, facilitando el camino para los dulces y sustanciales amores. Pretendía conquistar a Obdulia.
Sabores salados, sabores picantes, entremezclados con los sabores dulces que facilitan el juego amoroso. 
De nuevo, los sabores dulces acompañan la escena de juegos eróticos: el almíbar, a ellos se suman la canela y el sabor picante de la pimienta:
"Al personaje del mandil se le apareció en lontananza la conquista de aquella señora como una recompensa final, digna de una vida entera consagrada a salpimentar la comida de tantos caballeros y damas, que gracias a él habían encontrado más fácil y provocativo el camino de los dulces y sustanciales amores".


Dulce de melocotón

"Obdulia, que había aprendido en Madrid de su prima Tarsila a premiar con sus favores a los ingenios preclaros, a los hijos ilustres del arte y de la ciencia; no de otro modo que la tarde anterior había vuelto loco de placer y voluptuosidad al señor Bermúdez, en premio de su erudición arqueológica, ahora vino a otorgar fortuitos y subrepticios favores al cocinero de Vegallana con miradas ardientes, como al descuido, al oír una luminosa teoría acerca de la grasa de cerdo; un apretón de manos, al parecer casual, al remover una masa misma, al meter los dedos en el mismo recipiente, v. gr. un perol. El cocinero estuvo a punto de caer de espaldas, de puro goce, cuando, por motivo del punto que le convenía al dulce de melocotón, Obdulia se acercó al dignísimo Pedro y sonriendo le metió en la boca la misma cucharilla que ella acababa de tocar con sus labios de rubí (este rubí es del cocinero)".




Canela, pimienta,  sabores excitantes, afrodisíacos...

Las habilidades culinarias de Pedro le facilitaban el acercamiento a Obdulia:

"Llegó a más; quiso enamorar a doña Obdulia con pruebas de su habilidad, y acudía siempre que se presentaba una cuestión teórica o una dificultad práctica".

"¿Qué se echa ahora?".
"¿Qué se tuesta primero?"
"¿Cuántas vueltas se les da a estos huevos?".
"¿Cómo se envuelve esta pasta?".
"¿Lleva esto pimienta o no la lleva?".
"¿Será una indiscreción poner aquí canela?".
"El almíbar ¿está en su punto?".
"¿Cómo se baten estas claras?".

"A todo dieron cumplida respuesta la inteligencia y habilidad de Pedro. Cuando no bastaba una explicación, ponía él la mano en el asunto y era cosa hecha".


Sin embargo, para Pedro la cocina era territorio de los hombres; creía que las mujeres carecían de facultades culinarias:

"Pedro llegó a donde pocas veces; a consentir que las criadas de la casa intervinieran en los asuntos de los negros pucheros de hierro. Él amaba a la mujer, a todas las mujeres, pero no creía en sus facultades culinarias; otro era su destino. La cocina y la mujer son términos antitéticos, palabras que había aprendido en sus cucuruchos de papel impreso. La libertad y el gobierno son antitéticos, había leído en un periódico rojo, y aplicaba la frase a la cocina y a la mujer. Lo que pensaba todo Vetusta de las literatas, lo pensaba Pedro de las cocineras. Las llamaba marimachos.
Si se le decía que los cocineros son más caros y gastan más, respondía:

—Amigo, el que no sea rico que no coma.
Por lo demás, él era socialista, pero en otras materias".


Azafrán

La comida define a los personajes; así, el hurto de pequeños placeres gastronómicos retrata a Visitación como "gorrona":

"Se habían cansado de jugar a los cocineros. Visita era la que todavía encontraba placer en registrar cacerolas, y revolver vasares, armarios y alacenas. Siempre hablaba con alguna golosina en la boca. Pedro notó que guardaba en una faltriquera terrones de azúcar y papeles de azafrán puro, que se consumía en la cocina del Marqués, con gran envidia de la urraca ladrona. También almacenó entre las faldas un paquete de té superior".

(Cap. VIII)

Además, Visitación, la golosa, comía asiduamente terrones de azúcar para compensar sus carencias amorosas; falsa amiga de Ana, sólo desea que ésta caiga en brazos de Álvaro.

La envidia, la falsedad, la voracidad -Obdulia devora a la Regenta con la mirada- se palpan en cualquier circunstancia.

La misma Visitación le sugiere a Álvaro, en referencia a la Regenta:

"¡Cómetela!".

"La dama, completamente tranquila, sonriente, se metió un terrón de azúcar en la boca.
Era su sistema. Se prohibía a sí misma, por desconfianza, las dulzuras de los engaños de amor, y los compensaba con golosinas, que «se pegaban al riñón".

"Mesía recordó con tristeza, mezclada de remordimiento, la noche en que aquella mujer saltaba por un balcón, llena de fe y enamorada.

Por una esquina de la calle, del lado de la catedral, apareció una señora que los del balcón reconocieron al momento. Era la Regenta. Venía de negro, de mantilla; la acompañaba Petra, su doncella. Pronto estuvieron debajo de ellos. Ana iba distraída, porque no levantó la cabeza.

—Anita, Anita—gritó Visitación.

Entonces Mesía pudo ver el rostro de la Regenta, que sonreía y saludaba. Nunca la había visto tan hermosa. [...]

Y además de esto notó Mesía que le había mirado sin conmoverse, sin turbarse, como a Visita, ni más ni menos; hasta en su saludo, más franco y expansivo que otras veces, había visto una especie de desaire, la expresión de una indiferencia que le irritaba. Era como si le hubiera dicho: gozquecillo, tú no muerdes, no te temo. Se vería. Por lo pronto aquella afabilidad era desprecio. ¿Qué había pasado en la catedral? ¿Qué hombre era aquel don Fermín que en una sola conferencia había cambiado aquella mujer?

Todo esto pensó en un momento, irritado, con vehemente deseo de salir de dudas y vacilaciones. Pero nada le salió al rostro. Saludó con su aire grave, con aquel aire de gentleman que tanto le envidiaba Trabuco, su admirador y mortal enemigo.

—¿Has confesado?—Sí, ahora mismo.

—¿Con el Magistral, por supuesto?

—Sí, con él.—¿Qué tal? ¿Excelente, verdad? ¿Qué te decía yo? ¿No subes?

—No, ahora no puedo. Obdulia oyó la voz de Ana y corrió al balcón, sin cuidarse de reparar el desorden de su traje y peinado.

—¡Ana, sube, anda, tonta!—gritó la viuda mientras devoraba a la Regenta con los ojos de pies a cabeza.

Para Obdulia las demás mujeres no tenían más valor que el de un maniquí de colgar vestidos; para trapos ellas; para todo lo demás, los hombres.

Ana se excusó otra vez; tenía que hacer. Saludó con graciosa sonrisa y siguió adelante. Un momento se habían encontrado sus ojos con los de Mesía, pero no se habían turbado ni escondido como otras veces; le habían mirado distraídos, sin que ella procurase evitar el contacto de aquellas pupilas cargadas de lascivia y de amor propio irritado, confundido con el deseo.

Todos callaban en el balcón mientras la Regenta se alejaba y desaparecía por la calle desierta. Todos la siguieron con la mirada hasta que dobló la esquina. Obdulia dijo, queriendo afectar un tono algo desdeñoso:

—Va muy sencilla. Y se volvió al gabinete.—¡Cómetela!...—gritó al oído de Álvaro Visita con voz en que asomaba un poco de burla. Y añadió muy seria:

—¡Cuidado con el Magistral, que sabe mucha teología parda!".

(Cap. VIII)



Garbanzos

Para Visitación, la idea de ver a la Regenta en brazos de Álvaro llegó a convertirse en una obsesión; incluso tenía abandonada a su propia familia -su familia comía los garbanzos duros-, pasaba fuera de casa demasiado tiempo:

"Visitación se volvía loca. Su marido, el señor Cuervo, y sus hijos comían los garbanzos duros, se lavaban sin toalla porque ella había salido con las llaves, como siempre, y no acababa de volver. «¿Cómo había de volver si aquella empecatada de Regenta no se daba a partido, y resistía al hombre irresistible con heroicidad de roca?». El mísero empleado del Banco retorcía el bigotillo engomado y con voz de tiple decía a la muchedumbre de sus hijos que lloraban por la sopa:

—Silencio, niños, que mamá riñe si se come sin ella.

Y la sopa se enfriaba, y al fin aparecía Visitación, sofocada, distraída, de mal humor. Venía de casa de Vegallana donde había conseguido que Ana y Álvaro se hablaran a solas un momento, por casualidad... que había preparado ella".

(Cap. XVIII)

Comer garbanzos, decía Visitación irónicamente, no era romántico, lo romántico, lo verdaderamente romántico, era no comer:

"Visita era el papa de aquel dogma anti-romántico. Mirar a la luna medio minuto seguido era romanticismo puro; contemplar en silencio la puesta del sol... ídem; respirar con delicia el ambiente embalsamado del campo a la hora de la brisa... ídem; decir algo de las estrellas... ídem; encontrar expresión amorosa en las miradas, sin necesidad de ponerse al habla... ídem; tener lástima de los niños pobres... ídem; comer poco... ¡oh! esto era el colmo del romanticismo.

—La de Páez no come garbanzos—decía Visita—porque eso no es romántico"

(Cap. XVI)


Callos a la asturiana

El Casino era otro espacio de reunión. Las tertulias en el Casino de Vetusta daban cuenta de algún platillo popular, los callos, a la vez que ponen en evidencia la escasa preparación cultural de los contertulios:

"Y se aproximó a la puerta.—Hombre, a propósito de sabios—dijo don Frutos Redondo, el americano, que hasta entonces no había hablado—. Tengo pendiente una apuesta con usted, señor Ronzal... ya recordará usted... aquella palabreja.

—¿Cuál?—Avena. Usted decía que se escribe con h...

—Y me mantengo en lo dicho, y lo hago cuestión personal.

—No, no; a mí no me venga usted con circunloquios; usted había apostado unos callos....

—Van apostados.—Pues bueno ¡ajajá! Que traigan el Calepino, ese que hay en la biblioteca.
—¡Que lo traigan! Un mozo trajo el diccionario. Estas consultas eran frecuentes".

(Cap. VII)



Ingerir o no determinados alimentos, simboliza ideas diferentes.

Por ejemplo, las alusiones al comer carne o no comerla: lo primero, se asocia normalmente a lo erótico; lo segundo, a prácticas y preceptos religiosos, a la abstinencia.

El día de Viernes Santo un grupo de librepensadores, muy mal considerado en Vetusta -unos perdidos, decían-, comían de carne:

"Ni un solo vetustense, aun contando a los librepensadores que en cierto restaurant comían de carne el Viernes Santo [...] (Cap. II)

—En cuanto al «elemento devoto de Vetusta», (frase del Lábaro) se metían en novenas así que el tiempo se metía en agua. El elemento devoto era todo el pueblo en llegando el mal tiempo, y hasta los socios de Viernes Santo, unos perdidos que se juntaban durante la Semana de Pasión a comer de carne en la fonda, hasta esos acudían al templo, si bien a criticar a los predicadores y mirar a las muchachas. (Cap. XIX)

Y nada más: a eso se había reducido la revolución religiosa en Vetusta, como no se cuente a los que comían de carne en Viernes Santo". (Cap. XX)



Besugo

Salmón

La comida y la selección de alimentos retratan a los vetustenses. Así, la austeridad de doña Paula, madre de don Fermín de Pas, se percibe en la elección de alimentos en el mercado:

"Doña Paula con su hábito negro de Santa Rita, total estameña, su mantón apretado a la espalda, y su pañuelo de seda para la cabeza, bien pegado a las sienes, ya está vestida para todo el año. ¿Y comer? Yo no les he visto comer, pero todo se sabe; el catedrático de Psicología, Lógica y Ética, que saben ustedes que es muy amigo mío, aunque partidario de no sé qué endiablada escuela escocesa, y que se pasa la vida en el mercado cubierto, como si aquello fuese la Stoa o la Academia, pues ese filósofo dice que jamás ha visto a la criada del Provisor comprar salmón, y besugo sólo cuando está barato, muy barato".

(Cap. XI)



Patatas, maíz, pan

Doña Paula, hija de minero y labrador, relaciona la patata, el maíz y el pan, con el hambre y la miseria; la falta de pan para comer o cenar durante su infancia, explica el origen de su codicia, el rasgo más característico de su carácter:

"En Matalerejo, en su tierra, Paula Raíces vivió muchos años al lado de las minas de carbón en que trabajaba su padre, un miserable labrador que ganaba la vida cultivando una mala tierra de maíz y patatas" [...]

Paula veía en su casa la miseria todos los días; o faltaba pan para cenar o para comer; el padre gastaba en la taberna y en el juego lo que ganaba en la mina.

La niña fue aprendiendo lo que valía el dinero, por la gran pena con que los suyos lo lloraban ausente [...] La codicia la hizo mujer antes de tiempo; tenía una seriedad prematura, un juicio firme y frío". 

(Cap. XV)


Catedral de Oviedo



Mujer dominante y codiciosa figuraba la diócesis como un lagar de sidra:

“Fermín era la ambición, el ansia de dominar; su madre la codicia, el ansia de poseer. Doña Paula se figuraba la diócesis como un lagar de sidra de los que había en su aldea; su hijo era la fuerza, la viga y la pesa que exprimían el fruto, oprimiendo, cayendo poco a poco; ella era el tornillo que apretaba; por la espiga de acero de su voluntad iba resbalando la voluntad, para ella de cera, de su hijo; la espiga entraba en la tuerca, era lo natural”.


La tensión erótica asociada a la comida crece, a medida que se avanza en la trama de la novela. Don Álvaro y don Fermín se disputan las atenciones de Ana. Los encuentros gastronómicos se entretejen con la intriga narrativa a través del comportamiento a la mesa, y de la descripción de los distintos alimentos y bebidas.
Lo observamos en la comida en casa de los marqueses de Vegallana, con los comensales dispuestos a la mesa. Comida informal y distendida, pero surtida, como siempre, de lo mejor.
Las bromas y la alegría eran la nota dominante entre los comensales. Pero las insinuaciones y las bromas tenían siempre una doble intención; el motivo real de esta reunión gastronómica era el poner frente a frente a Álvaro Mencía y a don Fermín, el Magistral, disputándose la atención de Ana.

Sirve también la comida para señalar al círculo elegido de los comensales. Sentarse a la misma mesa les identifica como grupo diferente a los de fuera. La mesa selecciona al grupo y lo identifica mediante unas pautas de comportamiento, y unos sabores que marcan la diferencia con respecto a los demás. Comer en la mejor mesa de Vetusta, la mesa de los marqueses de Vegallana, los diferencia como clase.
La comida y la seducción erótica siguen rituales parecidos: el vino, los licores y los manjares propician saltarse los convencionalismos sociales, pero siempre dentro de un estricto círculo de comensales.

Es precisamente en estas comidas sociales celebradas en la ciudad de Vetusta, en donde se irá trazando el destino del Regente, don Víctor, como marido engañado.

La comida refleja cómo aumenta la intensidad de las relaciones:

"Los convidados eran: Quintanar y señora, Obdulia Fandiño, Visitación, doña Petronila Rianzares (la señora que parecía un fraile), Ripamilán, Álvaro Mesía, Saturnino Bermúdez, Joaquín Orgaz, y a última hora el Magistral con algunos otros vetustenses ilustres, v. gr., el médico Somoza. Edelmira se cuenta como de la casa, pues en ella era huésped¨. [...]

Lo de convidar al Magistral había sido un complot entre Quintanar, Paco y Visitación. La idea se debía a la del Banco. Era una broma que quería darle a Mesía; quería ver al confesor y al diablo, al tentador, uno en frente de otro. A Quintanar se le dijo que se convidaba a De Pas para ver a Obdulia coquetear con el clérigo, y al pobre Bermúdez, enamorado de la viuda, rabiar en silencio. A Quintanar le pareció bien la ocurrencia, pero dijo «que él se lavaba las manos, por lo que había de irreverente en el propósito; a pesar de que ya se sabía que él consideraba a los curas "tan hombres como los demás.

La comida era de confianza, ya se sabía». Esto quería decir que el Marqués y la Marquesa, no prescindirían de sus manías y caprichos gastronómicos en consideración a los convidados; pero estos serían tratados a cuerpo de rey; la confianza en aquella mesa no significaba la escasez ni el desaliño; se prescindía de la librea, de la vajilla de plata, heredada de un Vegallana, alto dignatario en Méjico, de las ceremonias molestas, pero no de los vinos exquisitos, de los aperitivos y entremeses en que era notable aquella mesa, ni, en fin, de comer lo mejor que producía la fauna y la flora de la provincia en agua, tierra y aire. Otros aristócratas disputaban a Vegallana la supremacía en cuestión de nobleza o riqueza, pero ninguno se atrevía a negar que la cocina y la bodega del Marqués eran las primeras de Vetusta" [...]


Sardinas

Sopa de tortuga

La comida ayuda a definir la personalidad de los marqueses: frívolos, superficiales, son la concupiscencia personificada y mutuamente consentida, caprichosos. En su casa se comía a lo francés:

Vegallana devoraba unas cuantas docenas de sardinas:

"El Marqués, antes que los demás comiesen la sopa se sirvió un gran plato de sardinas, mientras hablaba con doña Petronila del derribo de San Pedro, que a la dama le parecía ignominioso. Los convidados en tanto se entretenían con los variados, ricos y raros entremeses. ¡Ya lo sabían! estaban en confianza y había que respetar las costumbres que todos conocían. Vegallana empezaba siempre con sus sardinas; devoraba unas cuantas docenas, y en seguida se levantaba, y discretamente desaparecía del comedor. Siguiendo uso inveterado todos hicieron como que no notaban la ausencia del Marqués; y en tanto llegó y se sirvió la sopa. Cuando el amo de la casa volvió a su asiento, estaba un poco pálido y sudaba.

—"¿Qué tal?—preguntó la Marquesa entre dientes, más con el gesto que con los labios.

Y su esposo contestó con una inclinación de cabeza que quería decir:

—¡Perfectamente!—y en tanto se servía un buen plato de sopa de tortuga. El Marqués ya no tenía las sardinas en el cuerpo".

(Cap. XIII)

Lechuga
Canónigos


La Marquesa hace gala de sus caprichos culinarios, sus comistrajos:

"La Marquesa hacía sus comistrajos singulares, en que nadie reparaba ya tampoco; comía lechuga con casi todos los platos y todo lo rociaba con vinagre o lo untaba con mostaza. Sus vecinos conocían sus caprichos de la mesa y la servían solícitos, con alardes de larga experiencia en aquellas combinaciones de aderezos avinagrados en que ayudaban al ama de la casa. Ripamilán, mientras discutía acalorado con su querido amigo don Víctor, en pie, moviendo la cabeza como con un resorte, arreglaba la ensalada tercera de la Marquesa, con una habilidad de máquina en buen uso, y la señora le dejaba hacer, tranquila, aunque sin quitar ojo de sus manos, segura del acierto exacto del diminuto canónigo".

(Cap. XIII)


Petit choux (Petisú), los pilluelos no saben decirlo bien...

Pionono


La comida diferencia a las clases sociales. Los trabajadores, los proletarios, comen sólo para sobrevivir, porque tienen hambre; los caprichos gastronómicos no se permiten. Pero la comida también iguala: Ana se siente infeliz, no ha encontrado el amor, sus carencias amorosas las identifica -al ver a unos pilluelos con la lengua pegada al escaparate de una confitería- con aquellas dulces golosinas que los pilluelos observan, -les siente como hermanitos suyos, compañeros de viaje-; su carencia de amor semejaba la carencia de dulces de los niños, aquellas golosinas no eran para ellos. El paseo de Ana Ozores, junto a su criada Petra, por la calle del Comercio, es testigo de estas reflexiones:

"Dejaron ama y criada por fin el boulevard y entraron en la calle del Comercio. De las tiendas salían haces de luz que llegaban al arroyo iluminando las piedras húmedas cubiertas de lodo. Delante del escaparate de una confitería nueva, la más lujosa de Vetusta, un grupo de pillosde ocho a doce años discutían la calidad y el nombre de aquellas golosinas que no eran para ellos, y cuyas excelencias sólo podían apreciar por conjeturas.

El más pequeño lamía el cristal con éxtasis delicioso, con los ojos cerrados.

—Esa se llama pitisa—dijo uno en tono dogmático.

—¡Ay qué farol!; si eso es un pionono, si sabré yo....

También aquella escena enterneció a la Regenta. Siempre sentía apretada la garganta y lágrimas en los ojos cuando veía a los niños pobres admirar los dulces o los juguetes de los escaparates. No eran para ellos; esto le parecía la más terrible crueldad de la injusticia. Pero, además, ahora aquellos granujas discutiendo el nombre de lo que no habían de comer, se le antojaban compañeros de desgracia, hermanitos suyos, sin saber por qué. Quiso llegar pronto a casa. Aquel enternecerse por todo la asustaba. "Temía el ataque, estaba muy nerviosa".



Naranjas


Una naranja o unas natillas son manjares casi prohibitivos: comida de señores, dicen los pilluelos de la calle mientras juegan:

"Hasta entonces no había reparado en unos chiquillos, de diez a doce años, pillos de la calle, que jugaban allí cerca, alrededor de un farol, de los que señalaban el límite del paseo y de la carretera en los espacios que dejaban libres los bancos de piedra. Entre los pillastres había una niña, que hacía de madre. Se trataba del zurriágame la melunga, juego popular al alcance de todas las fortunas. La madre estaba sentada al pie del farol, en el pedestal de la columna de hierro; un pañuelo muy sucio en forma de látigo, atado con un soberbio nudo por el medio, era el zurriago que representaba allí el poder coercitivo. La niña haraposa empuñaba el lienzo por un extremo y el otro iba pasando de mano en mano por el corro de chiquillos [...]

—Señas... señas... ¿a que no aciertas?

—¿A que sí?...—No tires...—Pues da señas...—¡Es una cosa muy rica! ¡muy rica! ¡muy rica!

—¿Qué se come?—Pues claro... siendo muy rica...—¿Dónde la hay?—La comen los señores...—Eso no vale, ¡so tísica! ¿qué sé yo lo que comen los señores?

—Pues alguna vez puede ser que la hayas visto.

—¿De qué color?—Amarilla, amarilla...—¡Naranjas, rediós!—aulló el pillastre y dio un tirón al pañuelo, preparándose a emprenderla a latigazos con sus compañeros.

—¡Que me arrancas el brazo, bruto, y que no es eso!...



Natillas


—Pues no es eso. Otro.—¿Na? ¿na? Un niño flaco, pálido, casi desnudo, tomó la punta del pañuelo; le brillaban los ojos... le temblaba la voz... y mirando con miedo al de las naranjas, dijo muy quedo:

—¡Natillas!...—¡Zurriágame la melunga!—gritó entusiasmada la madre—, ¡castañas de catalunga! Y todos corrieron, mientras el vencedor iba detrás con piernas vacilantes, sin gran deseo de azotar a sus amigos, contento con el triunfo, pero sin deseos de venganza.

El Rojo no quería correr: protestaba.

—¡Rediós! ¿qué son natillas?—gritaba poniendo la mano delante de la cara, mientras tímidamente el Ratón le castigaba con simulacros de azotes.

Y añadía furioso el Rojo:

—¡Di: a la oreja! ¡tísica o te baldo!
—¡A la oreja! ¡a la oreja!

El Ratón se vio acosado por todos sus colegas que se le colgaron de las orejas.

—¡Zurriágame la melunga!—volvió a gritar la madre, y los pillos se dispersaron otra vez".

(Cap. XIV)


Ensalada, agua con azúcar


La actitud ante la comida delata a los personajes: los diferentes sabores nos revelan sus sentimientos. Don Fermín y su madre se disponen a cenar.

Doña Paula, furiosa más que enfadada -¡había comido sola!-, interroga a su hijo sobre los asistentes a la comida en casa de los Marqueses de Vegallana. Sospecha de sus sentimientos hacia Ana - ¡sabe que ha comido con ella!-. Come deprisa, distraída, está más pálida que de costumbre. Don Fermín, preocupado, teme ser descubierto. No tiene apetito. La preocupación siempre asociada a la falta de apetito.

Un fragmento de evidente tensión.

La cena es austera, una ensalada; el sabor agrio de la ensalada que ofrece doña Paula a su hijo, contrasta con el sabor dulce del agua con azúcar que desea don Fermín:

"Lo sabe todo", pensó el Provisor. Cuando su madre callaba y se ponía parches de sebo, daba a entender que no podía estar más enfadada, que estaba furiosa. Al pasar junto al comedor, De Pas vio la mesa puesta con dos cubiertos. Era temprano para cenar, otras noches no se extendía el mantel hasta las nueve y media; y acababan de dar las nueve.

Doña Paula encendió sobre la mesa del despacho el quinqué de aceite con que velaba su hijo.

Él se sentó en el sofá, dejó el sombrero a un lado y se limpió la frente con el pañuelo. Miró a doña Paula.

—¿Le duele la cabeza, madre?—Me ha dolido. ¡Teresina!—Señora.—¡La cena! Y salió del despacho. El Provisor hizo un gesto de paciencia y salió tras ella. «No era todavía hora de cenar, faltaban más de cuarenta minutos... pero ¿quién se lo decía a ella?».

Doña Paula se sentó junto a la mesa, de lado, como los cómicos malos en el teatro. Junto al cubierto de don Fermín había un palillero, un taller con sal, aceite y vinagre. Su servilleta tenía servilletero; la de su madre no.

Teresina, grave, con la mirada en el suelo, entró con el primer plato, que era una ensalada.

—¿No te sientas?—preguntó al Provisor su madre.
—No tengo apetito... pero tengo mucha sed....
—¿Estás malo?—No, señora... eso no.—¿Cenarás más tarde?
—No, señora, tampoco.... El Magistral ocupó su asiento enfrente de doña Paula, que se sirvió en silencio.

Con un codo apoyado en la mesa y la cabeza en la mano, De Pas contemplaba a su señora madre, que comía de prisa, distraída, más pálida que solía estar, con los grandes ojos azules, claros y fríos fijos en un pensamiento que debía de ver ella en el suelo.

Teresina entraba y salía sin hacer ruido, como un gato bien educado. Acercó la ensalada al señorito.
—Ya he dicho que no ceno.—Déjale, no cena. Ella no lo había oído, hombre.

Y acarició a la criada con los ojos.

Nuevo silencio. De Pas hubiera preferido una discusión inmediatamente. Todo, antes que los parches y el silencio. Estaba sintiendo náuseas y no se atrevía a pedir una taza de té. Se moría de sed, pero temía beber agua.

Doña Paula hablaba con Teresa más que de costumbre y con una amabilidad que usaba muy pocas veces.

La trataba como si hubiera que consolarla de alguna desgracia de que en parte tuviera la misma doña Paula la culpa. Esto al menos creyó notar el Magistral.

Faltaba algo que estaba en el aparador y el ama se levantaba y lo traía ella misma.

Pidió azúcar don Fermín para echarlo en el vaso de agua y su madre dijo:

—Está arriba la azucarera, en mi cuarto.... Deja, iré yo por ella.
—Pero, madre...—Déjame. Teresina quedó a solas con su amo y mientras le servía agua dejando caer el chorro desde muy alto, suspiró discretamente.

De Pas la miró, un poco sorprendido. Estaba muy guapa; parecía una virgen de cera. Ella no levantó los ojos. De todas maneras, le era antipática. Su madre la mimaba y a los criados no hay que darles alas.

Bajó doña Paula y cuando salió Teresina dijo, mientras miraba hacia la puerta:

—La pobre no sé cómo tiene cuerpo.
—¿Por qué?—preguntó don Fermín que acababa de oír el primer trueno.

Su madre, que estaba en pie junto a él revolviendo el azúcar en el vaso, le miró desde arriba con gesto de indignación.

—¿Por qué? Ha ido esta tarde dos veces a Palacio, una vez a casa del Arcipreste, otra a casa de Carraspique, otra a casa de Páez, otra a casa del Chato, dos a la Catedral, dos a la Santa Obra, una vez a las Paulinas, otra... ¡qué sé yo! Está muerta la pobre.
—¿Y a qué ha ido?—contestó De Pas al segundo trueno.

Pausa solemne. Doña Paula volvió a sentarse y haciendo alarde de una paciencia, que ni la de un santo, dijo, con mucha calma, pesando las sílabas:

—A buscarte, Fermo, a eso ha ido.—Mal hecho, madre. Yo no soy un chiquillo para que se me busque de casa en casa. ¿Qué diría Carraspique, qué diría Páez?... Todo eso es ridículo....
—Ella no tiene la culpa; hace lo que le mandan. Si está mal hecho, ríñeme a mí.
—Un hijo no riñe a su madre.—Pero la mata a disgustos; la compromete, compromete la casa... la fortuna, la honra... la posición... todo... por una... por una.... ¿Dónde ha comido usted?

Era inútil mentir, además de ser vergonzoso. Su madre lo sabía todo de fijo. El Chato se lo habría contado. El Chato que le habría visto apearse de la carretela en el Espolón.

—He comido con los marqueses de Vegallana; eran los días de Paquito; se empeñaron... no hubo remedio; y no mandé aviso... porque era ridículo, porque allí no tengo confianza para eso....
—¿Quién comió allí?
—Cincuenta, ¿qué sé yo?
—¡Basta, Fermo, basta de disimulos!—gritó con voz ronca la de los parches. Se levantó, cerró la puerta, y en pie y desde lejos prosiguió:
—Has ido allí a buscar a esa... señora... has comido a su lado... has paseado con ella en coche descubierto, te ha visto toda Vetusta, te has apeado en el Espolón; ya tenemos otra Brigadiera.... Parece que necesitas el escándalo, quieres perderme.
—¡Madre! ¡madre!—¡Si no hay madre que valga! ¿te has acordado de tu madre en todo el día? ¿No la has dejado comer sola, o mejor dicho, no comer? ¿te importó nada que tu madre se asustara, como era natural? ¿Y qué has hecho después hasta las diez de la noche?
—¡Madre, madre, por Dios! yo no soy un niño...."

(Cap. XV)


A partir del Capítulo XVI (Tomo II) el número de celebraciones gastronómicas aumenta, se diversifica, a la vez que crece la atracción entre los personajes:



Copa de anís


Café


Comida y bebida siempre son el símbolo de algo más; así, una taza de café, que don Víctor había dejado sobre la mesa, simboliza las carencias amorosa de Ana. Reflexiona sobre su infelicidad, presagiando, en cierto modo, su final:

"Estaba Ana sola en el comedor. Sobre la mesa quedaban la cafetera de estaño, la taza y la copa en que había tomado café y anís don Víctor, que ya estaba en el Casino jugando al ajedrez. Sobre el platillo de la taza yacía medio puro apagado, cuya ceniza formaba repugnante amasijo impregnado del café frío derramado. Todo esto miraba la Regenta con pena, como si fuesen ruinas de un mundo. La insignificancia de aquellos objetos que contemplaba le partía el alma; se le figuraba que eran símbolo del universo, que era así, ceniza, frialdad, un cigarro abandonado a la mitad por el hastío del fumador. Además, pensaba en el marido incapaz de fumar un puro entero y de querer por entero a una mujer. Ella era también como aquel cigarro, una cosa que no había servido para uno y que ya no podía servir para otro".

(Cap. XVI)


La comida, la mala comida, define también los rasgos personales de los personajes; por ejemplo, doña Paula, la codiciosa madre del magistral don Fermín de Pas, había conseguido su fortuna sirviendo a los mineros comidas y bebidas de mala calidad:

"Estaba haciendo bolsón sin que nadie lo sospechase.... En cualquier otra industria que emprendiese, con sus pocos recursos, no podría ganar la décima parte de lo que iba ganando allí. Los mineros salían de la obscuridad con el bolsillo repleto, la sed y el hambre excitadas; pagaban bien, derrochaban y comían y bebían veneno barato en calidad de vino y manjares buenos y caros. En la taberna de Paula todo era falsificado; ella compraba lo peor de lo peor y los borrachos lo comían y bebían sin saber lo que tragaban, y los jugadores sin mirarlo siquiera, fija el alma en los naipes".
(Cap. XVI)





Chorizo, salchichón, queso, pan, tortilla de jamón serrano,
son los sabores del pueblo...


Las meriendas campestres son otra cita habitual del grupo. A medida que las salidas al campo y el contacto con la naturaleza aumentan, las relaciones se intensifican, pero nunca llegaban a alcanzar el grado de tensión de las citas culinarias en la ciudad.

Era don Víctor el que incitaba siempre a realizar estas salidas, terminando con una merienda. Se observan las diferencias entre la acción exterior (la merienda en sí), y la acción interior (lo que los personajes piensan).

Los alimentos son ahora sencillos, envueltos en un ambiente bucólico -se comía lo que fuese- y los modales a la mesa pierden las debidas formas. Cambian el entorno, las formas -se hablaba con descuido-, pero se añade: pensando en cosas más hondas de lo que se decía:

"Se filosofaba mientras se comía, tal vez con los dedos, salchichón o chorizos mal tostados, queso duro, o tortillas de jamón, lo que fuese; se hablaba al descuido, lentamente, pensando en cosas más hondas que las que se decía, con los ojos clavados en la lontananza, detrás de la cual se veía el recuerdo, lo desconocido, la vaguedad del sueño; se hablaba de lo que era el mundo, de lo que era la sociedad, de lo que era el tiempo, de la muerte, de la otra vida, del cielo, de Dios; se evocaba la infancia, las fechas lejanas en que había una memoria común; y un sentimentalismo, como desprendido de la niebla que bajaba de Corfín, se extendía sobre los comensales bucólicos y su filosofía de sobremesa".

( Cap. XVIII)


Besugo


Una metáfora muy divertida. El besugo se identifica con don Fermín. Muy fino y elocuente el humor de Clarín: 

El Magistral, cada día más obsesionado con Ana, incumple con sus deberes como Provisor de la diócesis. La supuesta caridad cristiana, a la que debía responder como clérigo, ni siquiera se vislumbra en el horizonte de su quebrada voluntad. No daba un cuarto a los más necesitados, los marineros náufragos de Palomares; sólo pensaba en Ana y en Mesía: ¡Era un besugo!, Ana se le escapaba, pero ni siquiera reflexionó un momento sobre su evidente falta de caridad.

Una certera metáfora - era un besugo- para definir su actitud:

"Después entró en las oficinas De Pas y allí tuvieron motivo para acordarse mucho tiempo de la visita. Todo lo encontró mal; revolvió expedientes, descubrió abusos, sacudió polvo, amenazó con suspender sueldos, negó todo lo que pudo, preparó dos o tres castigos, para varios párrocos de aldea y por fin dijo, ya en la puerta, que «no daba un cuarto» para una suscripción de los marineros náufragos de Palomares.

—Señor—le dijo llorando un pobre pescador de barba blanca, con un gorro catalán en la mano—¡señor, que este año nos morimos de hambre! ¡que no da para borona la costera del besugo!...

Pero el Magistral salió sin responder siquiera, pensando en Ana y en Mesía; y a la media hora, cuando paseaba por el Espolón solo y a paso largo, olvidando el compás de su marcha ordinaria, le repetía en los sesos, no sabía qué voz: ¡besugo, besugo!

«¿Por qué se acordaba él del besugo?». Y encogió los hombros irritado también con aquella obsesión de estúpido.

—No faltaba más que ahora me volviera loco".

(Cap. XVIII)




Pavo con nueces, vino, sabores exquisitos y sabores de la tierra...

La invitación a comer supone amistad, cercanía, confianza del anfitrión hacia el invitado, así don Víctor, ajeno a la creciente atracción entre Ana y Álvaro Mesía, le invita a comer el día de Navidad un exquisito pavo acompañado del mejor vino:

«El día de Navidad venga usted a comer el pavo con nosotros. Me lo han mandado de León lleno de nueces. Será cosa exquisita. Además, tengo vino de mi tierra, un Valdiñón que se masca...». 

(Cap. XIX)


Chorizos

Migas

Huevos fritos


Otra merienda campestre: la tensión erótica crece, se refleja en el condimento picante de la comida, sabores picantes que despertaban una alegría infantil. Era una comida de dudosa calidad, preparada por el pueblo, por los pasmados venteros y con sabor popular:

"Se comía, allá arriba, lo que salía al paso, lo que daban los pasmados venteros: chorizos tostados, chorreando sangre, unas migas, huevos fritos, cualquier cosa; el pan era duro, ¡mejor! el vino malo, sabía a la pez, ¡mejor! esto le gustaba a Quintanar: y en tal gusto coincidía con su esposa, amiga también de estas meriendas aventuradas, en las que encontraba un condimento picante que despertaba el hambre y la alegría infantil". 

(Cap. XIX)


Carne a la inglesa (medio cruda, Roast Beaf)


Los binomios inapetencia- enfermedad, y apetito-salud, aparecen constantemente asociados a la figura de la Regenta, enfermiza y agobiada por sus tensiones internas:

"Una tarde comía la Regenta en presencia de su esposo, don Álvaro y De Pas. Le costaba lágrimas cada bocado. El Magistral opinaba que a la fuerza no debía comer. Entonces Mesía tomó con mucho calor la defensa del alimento obligatorio.

—Yo creo, con permiso de este señor canónigo, que lo principal aquí es sentirse bien; y pronto, para que no se apodere la anemia de ese organismo....

—Oh, amigo mío—replicó el Magistral, sonriendo con mucha amabilidad—la anemia, usted sabe mejor que yo que puede venir a pesar del alimento.... Además, comer no es lo mismo que alimentarse....

—Pues, con permiso del señor canónigo, yo aconsejaría carne cruda, mucha carne a la inglesa".

(Cap. XX)








Especias, aceitunas, pimientos, lengua escarlata, pepinillos y...
mucho champaña...


Otro lugar de reunión gastronómica era el casino de Vetusta. Clarín introduce una nueva historia, que rompe por unas páginas el protagonismo de Ana, Fermín y Álvaro y que, posteriormente, le servirá para elevar el clímax de la narración. El Casino y don Pompeyo cobran protagonismo. En el Casino se celebra una cena en honor de don Pompeyo Guimarán, un hombre con prestigio, ateo y anticlerical -el ateo de Vetusta, le llamaban- que odia a Fermín de Pas.


Componentes del cocido: sopa, garbanzos y compango
(chorizo, morcilla asturiana y tocino entreverado).



La comida diaria de don Pompeyo es rutinaria, como sus costumbres, tiene el sabor cotidiano de la tierra, la que define a Vetusta- la muy noble y leal ciudad, hacía la digestión del cocido y la olla podrida-, es la comida de diario de la mayoría de los vetustenses, de las clases medias -aurea mediocritas-, decía don Pompeyo: sopa, cocido y principio (el principio era un alimento que se servía entre la olla o el cocido y los postres, como el actual segundo plato).

Una comida con sabor a terruño, el gusto cotidiano de don Pompeyo estaba muy alejado de los sabores sofisticados de la nobleza:

"Comía sopa, cocido y principio; cada cinco años se hacía una levita, cada tres compraba un sombrero alto lamentándose de las exigencias de la moda, porque el viejo quedaba siempre en muy buen uso. A esto lo llamaba él su aurea mediocritas".

Por el contrario, la hipocresía, el engaño, la falsedad, presiden la mesa de la cena en el Casino.

Se sirve un menú escueto, muy diferente a los banquetes devorados por la alta sociedad, presentado con un servicio ridículo por ostentoso, -vulgarísimo aparato, dice Clarín-, elegido especialmente para impresionar a don Pompeyo, a quien, sin estar acostumbrado a compartir mesa con los poderosos, las viandas expuestas le parecen un verdadero banquete -el banquete de Baltasar, piensa don Pompeyo-.

El objetivo, el pretexto para la cita culinaria, es convencerle para que acepte el cargo de presidente del Casino; pero en realidad Álvaro recurre a Pompeyo con la intención de contar con su apoyo para desprestigiar al máximo al Magistral, desde la tribuna del Casino.

El aspecto grotesco de la mesa se describe con detalle. Los sabores fuertes, el vinagre y las especias, acompañan a los comensales, les permite expresar mejor sus emociones, sus pensamientos; el champaña y el vino, servidos en abundancia, son siempre inseparables compañeros:

"Pocas veces comía en la fonda don Pompeyo, y como sus relaciones con los poderosos de la tierra eran muy poco íntimas, casi nunca veía una mesa bien puesta. Así le parecía digno de Baltasar aquel vulgarísimo aparato de restaurant provinciano. El mantel adamascado, más terso que fino; los platos pesados, gruesos; de blanco mate con filete de oro; las servilletas en forma de tienda de campaña dentro de las copas grandes, la fila escalonada de las destinadas a los vinos; las conchas de porcelana que ostentaban rojos pimientos, cárdena lengua de escarlata, húmedas aceitunas, pepinillos rozagantes y otros entremeses; la gravedad aristocrática de las botellas de Burdeos, que guardaban su aromático licor como un secreto; los reflejos de la luz quebrándose en el vino y en las copas vacías y en los cubiertos relucientes de plata Meneses; el centro de mesa en que se erguía un ramillete de trapo con guardia de honor de dos floreros cilíndricos con pinturas chinescas, de cuya boca salían imitaciones groseras de no se sabía qué plantas, pero que a don Pompeyo le recordaban la cabellera rubia y estoposa de alguna miss de circo ecuestre; las cajas de cigarros, unas de madera olorosa, otras de latón; los talleres cursis y embarazosos cargados con aceite y vinagre y con más especias que un barco de Oriente...; todo contribuía a deslumbrar al buen ateo, que contemplaba sonriendo y fascinado el conjunto claro, alegre, fresco, vivo, lleno de promesas, de la mesa aún pulcra, correcta, intacta [...] Todos comían mucho, menos don Pompeyo, a quien la emoción apretaba la garganta".

(Cap. XX)

La cena termina con todos los comensales bebidos, envueltos en conversaciones vanas, superficiales, calumniadoras, son las funestas consecuencias del alcohol.



Aguardiente 

Cognac


El alcohol está presente en todas las celebraciones campestres y urbanas; el vino y el champaña riegan en abundancia todos los platos; desinhiben las emociones en un ambiente festivo. El champaña burbujeante es siempre la causa de este estado de euforia.

Pero también el alcohol es la causa de la enfermedad de don Santos Barinaga, antiguo comerciante de cálices y patenas; arruinado por la madre del Magistral, se refugia en el aguardiente y el cognac.

Don Pompeyo, compañero de tertulia en el café, toleraba que don Santos bebiera, si con ello conseguía alejarlo de toda religión:

No le agradaba verle cada vez más enfrascado en el aguardiente y el cognac; pero don Santos si no bebía no daba pie con bola, no entendía palabra de lugares teológicos. Había que dejarle beber.

Don Santos muere víctima del alcohol:

"Don Santos Barinaga, el rival mercantil de La Cruz Roja, la víctima del monopolio ilegal y escandaloso de doña Paula y su hijo; el pobre don Santos, se moría sin remedio, según don Robustiano Somoza, el médico de la aristocracia cuyas ideas no eran sospechosas».

—¿Y de qué dirán ustedes que se muere?—preguntaba Foja en un corrillo, delante de la catedral, al salir de misa de doce.

—Se morirá de borracho—contestaba Ripamilán.
—No señor, ¡se muere de hambre!...
—Se muere de aguardiente.—¡De hambre!... Y llegaba don Robustiano al corro y hablaba la ciencia:

—Yo no acuso a nadie, la ciencia no acusa a nadie; otra es su misión. Yo no niego que el alcoholismo crónico tenga parte en la enfermedad de Barinaga, pero sus efectos, sin duda, hubieran podido cohonestarse(así decía) con una buena alimentación. Además, hoy día el pobre don Santos ya no tiene dinero ni para emborracharse, ya no puede beber de pura miseria.... Y aunque ustedes no comprendan esto, la ciencia declara que la privación del alcohol precipita la muerte de ese hombre, enfermo por abuso del alcohol" [...]

Sugestivas metáforas identifican a don Santos con el alcohol:

-es un tonel, una mecha empapada en alcohol-, decían los vetustenses:

No sé si un clavo saca otro clavo en medicina, ni si la mancha de la borrachera con otra verde se quita, pero don Santos es un tonel en persona y tiene más espíritu de vino en el cuerpo que sangre en las venas; es una mecha empapada en alcohol... prenda usted fuego y verá...

(Cap. XXII)


Cerveza


La cerveza es la compañera de Álvaro y don Víctor en sus charlas en el gabinete: 

" —Bueno—decía don Víctor—pues pasaremos a mi gabinete, ya que usted desprecia mis colecciones.—Anselmo, la cerveza al gabinete" [...]

"Mesía esperaba la presencia de Ana y así podía resistir la conversación de su amigo, pero muchas veces la Regenta no parecía por el gabinete de su marido, y el galán tenía que contentarse con el bock de cerveza y el teatro de Calderón y Lope".

(Cap. XIX)




Chocolate y bizcocho, sabores afrodisíacos ...

Algunos alimentos simbolizan con mayor intensidad el erotismo; es el caso del chocolate, un alimento con fuerte poder afrodisíaco, el desayuno habitual de don Fermín:
"Don Fermín reclamaba todas las mañanas a Teresina, su criada, un chocolate con bizcocho que saboreaba como un auténtico gastrónomo".

Su amistad con Ana le hacía saborear la felicidad como el gastrónomo saborea los bocados:

"El Magistral salía y entraba sin temor de interrogatorios insidiosos; si volvía tarde, no importaba. Todo, todo le sonreía. ¡Ojalá fuera eterno el verano! Hasta sus enemigos habían cedido en la calumnia; ya no se murmuraba tanto; muchos de los calumniadores veraneaban; a los que quedaban les faltaba auditorio. Don Santos Barinaga no salía de casa, estaba enfermo. Sólo Foja, que no veraneaba, por economía, procuraba mantener el fuego sagrado de la murmuración en el Casino, entre cuatro o cinco socios aburridos, que iban allí media hora a tomar café. En fin, parecía aquello una suspensión de hostilidades. «Bien venido fuera; don Fermín aceptaba la lucha, si se ofrecía, pero prefería la paz. Sobre todo ahora, que tenía más que hacer, algo mejor y más dulce que odiar y perseguir a miserables, dignos de desprecio y de lástima». Aquella felicidad que saboreaba De Pas como un gastrónomo los bocados, aquella libertad, aquella pereza moral que el verano hacía más voluptuosa para su cuerpo robusto, los sueños vagos de amor sin nombre, la deliciosa realidad de ver a la Regenta a todas horas y mirarse en sus ojos y oírla dulcísimas palabras de una amistad misteriosa, casi mística, hacían desear a don Fermín que el sol se detuviera otra vez, que el tiempo no pasara. Aquel agosto, tan triste para don Víctor, era para el Magistral el tiempo más dichoso de su vida. Cuando oía, desde su despacho, muy temprano, el «Santo Dios, Santo Fuerte», que cantaba como si fueran malagueñas, Teresina, que hacía la limpieza allá fuera, tentaciones sentía de cantar él también. No cantaba, pero se levantaba, salía al pasillo:—Teresina, el chocolate—gritaba alegre, frotándose las manos.

Y pasaba al comedor. La doncella, a poco, llegaba con el desayuno en reluciente jícara de china con ramitos de oro. Cerraba tras sí la puerta, y se acercaba a la mesa; dejaba sobre ella el servicio, extendía la servilleta delante del señorito... y esperaba inmóvil a su lado.

Don Fermín, risueño, mojaba un bizcocho en chocolate; Teresa acercaba el rostro al amo, separando el cuerpo de la mesa; abría la boca de labios finos y muy rojos, con gesto cómico sacaba más de lo preciso la lengua, húmeda y colorada; en ella depositaba el bizcocho don Fermín, con dientes de perlas lo partía la criada, y el señorito se comía la otra mitad.

Y así todas las mañanas".

(Cap. XXI)



Primero mar y pimienta, sabores salados de mar y sabores picantes... 




Después el vino, el champaña, el queso Gruyère, fantasía y alcohol...

De nuevo, la casa de los marqueses se viste de gala para la celebración de una cena.
Una vez más, la tensión erótica-gastronómica entre los comensales es evidente; los sabores fuertes, sofisticados, el marisco, el queso Gruyère, el vino de Burdeos, el champaña, el café, contribuyen a realzar la tensión.
El sabor salado del mar y el sabor picante de la pimienta, en primer lugar - primero mar y pimienta, decía el marqués de Vegallana, después fantasía y alcohol-; sabores siempre excitantes: 

"La cena era breve pero buena, platos fuertes, buen Burdeos, buena champaña; en fin, como decía el Marqués, primero mar y pimienta, después fantasía y alcohol [...]

El ruido, las luces, la algazara, la comida excitante, el vino, el café... el ambiente, todo contribuía a embotar la voluntad, a despertar la pereza y los instintos de voluptuosidad.... Ana se creía próxima a una asfixia moral.... Encontraba a su pesar una delicia intensa en todos aquellos vulgares placeres, en aquella seducción de una cena en un baile, que para los demás era ya goce gastado.... Sentía ella más que todos juntos los efectos de aquella atmósfera envenenada de lascivia romántica y señoril, y ella era la que tenía allí que luchar contra la tentación. Había en todos sus sentidos la irritabilidad y la delicadeza de la piel nueva para el tacto. Todo le llegaba a las entrañas, todo era nuevo para ella. En el bouquet del vino, en el sabor del queso Gruyer, y en las chispas de la champaña, en el reflejo de unos ojos, hasta en el contraste del pelo negro de Ronzal y su frente pálida y morena... en todo encontraba Anita aquella noche belleza, misterioso atractivo, un valor íntimo, una expresión amorosa....

—¡Qué colorada está Anita!—le decía Paco a Visitación por lo bajo.
—Claro, de un lado la pone así la proximidad de Álvaro.
—¿Y del otro?—Del otro la ponen así... las majaderías de su esposo que me está dando jaqueca.
En efecto, estaba inaguantable don Víctor con sus versos, por buenos que fueran.
Álvaro, en cuanto vio a la Regenta en el salón, sintió lo que él llamaba la corazonada. Aquella cara, aquella palidez repentina le dieron a entender que la noche era suya, que había llegado el momento de arriesgar algo.

Nunca había desistido de conquistar aquella plaza".

(Cap. XXIV)


Una cena que presagia el final de la intriga narrativa:

Don Víctor y Ana cenan juntos, con apetito. La protagonista simbólica es una fruta: la manzana.
La manzana, comer manzanas, simboliza la pasión, la tentación, el pecado.

Don Víctor, ajeno a la tensión interna de Ana, ridiculiza una zarzuela que recuerda cuando Ana le pide que le monde una manzana: 

"Cenaron en la vajilla de los marqueses. Los dos tenían muy buen apetito. Ana hablaba a veces con la boca llena, inclinándose hacia Quintanar que sonreía, mascaba con fuerza, y mientras blandía un cuchillo aprobaba con la cabeza.

—La casa es alegre hasta de noche—dijo ella.
Y añadió:—Toma, móndame esa manzana....
—«Móndame la manzana, móndame la manzana...» ¿dónde he oído yo eso?... Ah ya....

Y se atragantó con la risa.—¿Qué tienes, hombre?—Es de una zarzuela.... De una zarzuela de un académico.... Verás... se trata de la marquesa de Pompadour: un señor Beltrand anda en su busca; en un molino encuentra una aldeana... y como es natural se ponen a cenar juntos, y a comer manzanas por más señas.
—Como tú y yo .—Justo. Pues bueno, la aldeana, como es natural también, coge un cuchillo.
—Para matar a Beltrand...
—No, para mondar la manzana...
—Eso ya es inverosímil.
—Lo mismo opinan Beltrand y la orquesta. La orquesta se eriza de espanto con todos sus violines en trémolo y pitando con todos sus clarinetes; y Beltrand canta, no menos asustado:

(Cantando y puesto en pie)

¡Cielos! monda la manzana;
¡es la marquesa
de Pompadour!...
¡de Pompadour!..."

(Cap. XVII)



"Clarín" realiza una dura crítica al medio social en el que se desenvuelven los personajes, la publicación de la obra constituyó un auténtico escándalo en la ciudad de Oviedo. La Regenta y el Magistral no son sino la expresión de la existencia inauténtica en la que viven los personajes, nada es lo que parece. Es la sociedad de Vetusta la que los ha convertido en lo que son. Ni Ana es adúltera ni Fermín es corrupto por naturaleza, llegan a serlo empujados por el medio social en el que viven.



Caricatura de "Clarín" en la que se ilustra la capacidad crítica de sus escritos


Los estudios sobre Clarín nos muestran que en "La Regenta" únicamente se salva a dos personajes de entre toda la sociedad vetustense: uno, el obispo Camoirán, tratado por Clarín con cierto cariño, es bondadoso, caritativo, humilde, y devoto, aunque rasgos como la falta de carácter y la dejación del gobierno de la diócesis en manos del Magistral y Provisor, ridiculizan algo la figura del Obispo. 
El otro, el gran amigo de don Víctor Quintanar, Tomás Crespo, "Frígilis". Frígilis quería decir frágiles, pues la divisa de don Tomás era la fragilidad humana. Llevaba una vida auténtica, era un darwinista amante de la naturaleza, muy alejado de la hipocresía de Vetusta, dedicado con ahínco a sembrar en su huerta - sabores naturales- y a experimentar con todo tipo de injertos, algo que don Víctor no comprendía, pero que, en el fondo, envidiaba:

«¡Valiente filósofo era Frígilis!». Don Víctor le miraba desde la altura de su pesimismo prestado, y le despreciaba y compadecía. «¡Plantar cebolletas! ¿No prohibía San Alfonso Ligorio plantar árboles en general y edificar casas, que al cabo de los años mil se caen? Pues entonces, ¿para qué plantar cebolletas, si todo era un soplo, nada?...».

(Cap. XXI)


Cebolletas


Frígilis, observando la naturaleza, diagnostica muy certeramente los males de Vetusta; al igual que los alimentos tienen su peste, también Vetusta tiene la suya: la envidia y la ignorancia.



Oidium de la uva


Frígilis despreciaba la opinión de sus paisanos y compadecía su pobreza de espíritu. «La humanidad era mala pero no tenía la culpa ella. El oidium consumía la uva, el pintón dañaba el maíz, las patatas tenían su peste, vacas y cerdos la suya; el vetustense tenía la envidia, su oidium, la ignorancia su pintón, ¿qué culpa tenía él?». Frígilis disculpaba todos los extravíos, perdonaba todos los pecados, huía del contagio y procuraba librar de él a los pocos a quien quería. Visitaba pocas casas y muchas huertas; sus grandes conocimientos y práctica hábil en arboricultura y floricultura, le hacían árbitro de todos los parques y jardines del pueblo; conocía hoja por hoja la huerta del marqués de Corujedo, había plantado árboles en la de Vegallana, visitaba de tarde en tarde el jardín inglés de doña Petronila; pero ni conocía de vista al Gran Constantino, al obispo madre, ni había entrado jamás en el gabinete de doña Rufina, ni tenía con el marqués de Corujedo más trato que el del Casino. Se entendía con los jardineros.—En cuanto las lluvias de invierno se inauguraban, después del irónico verano de San Martín, a Frígilis se le caía encima Vetusta y sólo pasaba en su recinto los días en que le reclamaban sus árboles y sus flores.

Don Víctor y Frígilis salen a menudo a cazar, y su comida siempre es frugal. El contacto con la naturaleza invita a los sabores sencillos, muy alejados de los sabores sofisticados de la ciudad:

"Cazaron hasta las doce, hora de comer sus fiambres".



Fiambres y té

El té es la única cena de don Víctor cuando sale de caza y, curiosamente, también es la única, cuando decide ir en busca de Mesía al descubrir el engaño, el adulterio:

"Pidió el té que era su cena los días de caza y de comida de fiambre; dio orden a los criados de acostarse, y a las once y media, de puntillas y sin tropezar en nada, a pesar de ir a obscuras, bajó al parque en zapatillas, armado de escopeta. La había cargado con postas".
(Cap. XXX)




Leche, leche, mucha leche y carne fresca...
Sabores frescos, sabores de la tierra...


También existen ocasiones para que los personajes recuperen su autenticidad, para que vuelvan a ser ellos mismos. Esto sucede cuando se alejan de la hipócrita sociedad vetustense.
Apetito y salud en la novela son una misma cosa, la inapetencia es síntoma de enfermedad. 

Ana, agotada por la tensión interna y por los remordimientos de su creciente deseo hacia Mesía, es motivo de preocupación, no tiene apetito. Le falta el sabor.

Deciden que debe ir a descansar al Vivero, a la finca que los marqueses de Vegallana tienen a las afueras de Vetusta, el contacto con la naturaleza la puede curar. Allí, lejos de Vetusta, del Magistral y de Álvaro Mesía, se atemperan sus pasiones y es feliz. Se siente libre. Los alimentos en el Vivero tienen sabores naturales, sabores frescos, se come mucha leche y carne frescas, el aire, el heno, todo es símbolo de su nuevo estado, mejora su ánimo, vuelve a recuperar el apetito, vuelve a saborear, vuelve a estar sana:

"—El médico—decía el ex-regente—exige que la aldea a donde vayamos ofrezca una porción de circunstancias difíciles de reunir.
—Veamos—dijo de Marqués.—Ha de estar cerca de Vetusta para que Benítez pueda hacernos frecuentes visitas y para trasladar a Ana pronto a la ciudad en caso de apuro; ha de ser bastante cómoda, amena, ofrecer un paisaje alegre, tener cerca agua corriente, yerba fresca, leche de vacas... ¡qué sé yo! [...]

—¿De modo... que el cambio de Anita se debe a... otra influencia?... ¿su pasión por el campo, por la alegría, por las distracciones se debe... a un nuevo influjo?
—Sí señor; es un aforismo médico: ubi irritatio ibi fluxus.
—¡Perfectamente! ¡Ubi irritatio... justo, ibi... fluxus!
¡Convencido! Pero aquí el nuevo influjo... ¿dónde está? Veo el otro, el clero, el jesuitismo... pero, ¿y este? ¿quién representa esta nueva influencia... esta nueva irritatio que pudiéramos decir?...
—Pues es bien claro. Nosotros. El nuevo régimen, la higiene, el Vivero... usted... yo... los alimentos sanos... la leche... el aire... el heno... el tufillo del establo... la brisa de la mañana... etc., etc.
—Basta, basta; comprendido... la higiene... la leche... el olor del ganado... ¡magnífico!... ¡De modo que Ana está salvada!".

(Cap. XXVII)


"—Es decir—continuó Quintanar—una liga que fue de mi mujer, pero que me consta que ya no es suya... Sé que no le sirven... desde que ha engordado con los aires de la aldea... con la leche... etc., y que se las ha regalado a su doncella... a Petra. De modo que esta liga... es de Petra. Petra ha estado aquí". 

(Cap. XXVIII)


Trucha


Los paseos, la buena comida, la pesca de la trucha acompañada de don Víctor, todo junto mejora el estado de Ana:

" —Dame el brazo, Quintanar; vamos a dar una vuelta por la galería de los perales, mientras la señora torre de la catedral se decide a cantar la hora....
—Con mil amores, mia sposa cara.

La pareja se escondió bajo la bóveda no muy alta de una galería de perales franceses en espaldar. La luna atravesaba a trechos el follaje nuevo y sembraba de charcos de luz el suelo a lo largo del obscuro camino.

—Mayo se despide con una espléndida noche—dijo Ana, apoyándose con fuerza en el brazo de su marido.

—Es verdad; hoy se acaba Mayo. Mañana Junio. Junio la caña en el puño. ¿Te gusta a ti pescar? El río Soto, ya sabes, ese que está ahí en pasando la Pumarada de Chusquin.

—Sí, ya sé... donde se bañan Obdulia y Visita algunos veranos antes de ir al mar.

—Justo, ese... pues el río Soto lleva truchas exquisitas, según me dijo el Marqués. ¿Quieres que escriba a Frígilis, que nos mande dos cañas con todos sus accesorios?

—Sí, sí, ¡magnífico! Pescaremos".

(Cap. XXVII)


Avellanas


En el mes de julio, en la Romería de San Pedro y en otras posteriores, se cantaba, se bailaba, se comían avellanas y, por primera vez, señores y colonos se mezclaban.

Las comidas naturales sanaban el cuerpo y el espíritu:

"Como la romería de San Pedro hubo muchas durante el mes de julio por los alrededores del Vivero. A casi todas asistieron los Marqueses y sus amigos. Quintanar y señora esperaban a los de Vetusta en la quinta; y unas veces a pie, otras en coche, se emprendía la marcha, se recorría aquellas aldeas pintorescas, se oían aquellos cánticos, monótonos, pero siempre agradables, dulces y melancólicos de la danza indígena, y se volvía al obscurecer, comiendo avellanas y cantando, entre labriegos y campesinas retozonas, confundidos señores y colonos en una mezcla que enternecía a don Víctor, el cual decía: "Vea usted, si se pudieran realizar la igualdad y la fraternidad... no había cosa mejor ni más poética".

(Cap. XXVIII)


Cerezas


Pero el recuerdo de Álvaro vuelve de nuevo. Ana ya no siente remordimiento ni vergüenza al pensar en él. Aparecen las cerezas como símbolo de lo erótico, las besa, «¡También esto era cosa de la salud!», se dice. Una escena fundamental para apreciar su cambio de actitud:

"El tiempo volaba. Junio se metió en calor. Vetusta en verano es una Andalucía en primavera. Ana todas las mañanas, por la fresca recorría la huerta y sacudía las ramas cargadas de cerezas acompañada de don Víctor, Pepe el casero y Petra; llenaban grandes cestas, forradas con hojas de higuera, de aquellos corales húmedos y relucientes; y la Regenta sentía singular voluptuosidad sana y risueña al pasar la finísima mano blanca por las cerezas apiñadas sobre la verdura de las hojas anchas y bordadas. Aquellas cestas iban a Vetusta a casa del Marqués y a veces a las de sus amigos. Una mañana vio Ana que Petra y Pepe llenaban de la más colorada fruta un canastillo de paja blanca y de colores. Ana se acercó a ayudarlos. De pronto dijo:

—¿Para quién es esto?—Para don Álvaro—contestó Petra.
—Sí, voy a llevárselo yo mismo a la fonda—añadió Pepe sonriendo ya a la propina que veía en lontananza.
Ana sintió que su mano temblaba sobre las cerezas y aquel contacto le pareció de repente más dulce y voluptuoso.
Y cuando nadie la veía, a hurtadillas, sin pensar lo que hacía, sin poder contenerse, como una colegiala enamorada, besó con fuego la paja blanca del canastillo. Besó las cerezas también... y hasta mordió una que dejó allí, señalada apenas por la huella de dos dientes.
Y asustada de su desfachatez pensó todo el día en la aventura, sin vergüenza.

«¡También esto era cosa de la salud!».

(Cap. XXVII)

Al borde del abismo...



Este fragmento no puede ser más revelador del triste desenlace de la novela:

"La Regenta cayendo, cayendo era feliz; sentía el mareo de la caída en las entrañas, pero si algunos días al despertar en vez de pensamientos alegres encontraba, entre un poco de bilis, ideas tristes, algo como un remordimiento, pronto se curaba con la nueva metafísica naturalista que ella, sin darse cuenta de ello, había creado a última hora para satisfacer su afán invencible de llevar siempre a la abstracción, a las generalidades, los sucesos de su vida".

(Cap. XXVIII)


Vinagre


Al final, un vaso de agua que sabía a vinagre, refleja el estado del Magistral al enterarse del adulterio de Ana. 

Se sentía engañado, sólo le quedaba el sabor agrio, el sabor a vinagre del agua:

"Quintanar daba diente con diente y preguntaba con los ojos muy abiertos y pasmados.

—«¿Usted dirá?» decían aquellas pupilas brillantes y en aquel momento sin más expresión que un tono interrogante.
«Había que hablar».

—¿Tendría usted... por ahí... un poquito de agua?...—dijo don Fermín, que se ahogaba, y que no podía separar la lengua del cielo de la boca.

Don Víctor buscó agua y la encontró en un vaso, sobre la mesilla de noche. El agua estaba llena de polvo, sabía mal. Don Fermín no hubiera extrañado que supiera a vinagre. Estaba en el calvario. Había entrado en aquella casa porque no había podido menos: sabía que necesitaba estar allí, hacer algo, ver, procurar su venganza, pero ignoraba cómo. "Estaba, cerca de las diez de la noche, en el despacho del marido de la mujer que le engañaba a él, a De Pas, y al marido; ¿qué hacía allí?, ¿qué iba a decir? Por la memoria excitada del Magistral pasaron todas las estaciones de aquel día de Pasión. Mientras bebía el vaso de agua, y se limpiaba los labios pálidos y estrechos, sentía pasar las emociones de aquel día por su cerebro, como un amargor de purga".

(Cap. XXX)


Ana vuelve a sentir la soledad de capítulos anteriores. Álvaro Mesía, por la amistad que tiene con el exregente, empieza a estrechar el cerco. Víctor Quintanar no se entera, distraído con sus aficiones cinegéticas, literarias, y con los agradables ratos que la compañía de Frígilis le depara. El retroceso de Fermín de Pas es notorio. La Regenta cae en las redes de Álvaro Mesía y un amanecer Víctor Quintanar descubre a los amantes, avisado por la criada Petra, que ya lo había contado antes al Magistral. Éste instiga a Víctor —partidario de una solución pacífica—, a formalizar un duelo para lavar su honra. El exregente acude al duelo. Un tiro de Álvaro Mesía en la vejiga lo mata. Álvaro Mesía huye. Ana Ozores enferma y piensa en suicidarse. Queda sola, únicamente Frígilis —el antiguo amigo de la familia— la ayuda.

La ciudad de Vetusta ceba en la Regenta su envidia despiadada. Pasado el verano, decide confesarse con el Magistral. Vuelve a la Catedral, pero Fermín de Pas la rechaza cruelmente.

La ciudad había terminado por devorarla.






Hemos dejado para el final el Capítulo I

La descripción de Vetusta (la ciudad de Oviedo), auténtica protagonista de la narración -el mismo Clarín apuntó:

"-¿No puede ser protagonista de un libro un pueblo entero?-"

Vetusta es un personaje más en la novela, come y tiene un "estómago pesado", hace la digestión del cocido y la olla podrida...

Sugestivas personificaciones, sabores fuertes, sabores típicos de la cocina asturiana, que definen la ciudad, y con los que Clarín nos invita a recorrer este festín gastronómico.

Así comienza "La Regenta":

"La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte[...]
Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura".



 La Catedral de Oviedo con la escultura de la Regenta

En Vetusta se alza majestuosa la Catedral, poema romántico de piedra. Perdía su elegancia con la mala iluminación, y entonces se asemejaba a una gran botella de champaña.

Esta bebida chispeante, identificada ya al principio con el símbolo de la Encimada, la Catedral, será la compañera fiel en la mayoría de celebraciones gastronómicas de la clase alta de Vetusta. Su presencia será clave para explicar muchas de las actitudes de los personajes, como hemos visto:

"Cuando en las grandes solemnidades el cabildo mandaba iluminar la torre con faroles de papel y vasos de colores, parecía bien, destacándose en las tinieblas, aquella romántica mole; pero perdía con estas galas la inefable elegancia de su perfil y tomaba los contornos de una enorme botella de champaña.—Mejor era contemplarla en clara noche de luna, resaltando en un cielo puro, rodeada de estrellas que parecían su aureola, doblándose en pliegues de luz y sombra, fantasma gigante que velaba por la ciudad pequeña y negruzca que dormía a sus pies".



Nos describe el espacio de la novela: el barrio de la Encimada, en donde vivían la mayoría de los personajes:

"Alrededor de la catedral se extendía, en estrecha zona, el primitivo recinto de Vetusta. Comprendía lo que se llamaba el barrio de la Encimada y dominaba todo el pueblo que se había ido estirando por el Noreste y el Sudeste. Desde la torre se veía, en algunos patios y jardines de casas viejas y ruinosas, restos de la antigua muralla, convertidos en terrados o paredes medianeras, entre huertos y corrales. La Encimada era el barrio noble y el barrio pobre de Vetusta. Los más linajudos y los más andrajosos vivían allí, cerca unos de otros, aquellos a sus anchas, los otros apiñados. El buen vetustense era de la Encimada".

Este barrio de la Encimada, era el barrio de la Catedral, en donde convivía la nobleza y la clase proletaria, los más linajudos y los más andrajosos, casi invisibles para la nobleza, pero visibles para Clarín . 




En estos dominios se presenta la figura del Magistral, don Fermín de Pas, el ambicioso clérigo, que se proponía devorar a Vetusta, sentía gula ante ella y la saboreaba como un gastrónomo. Amaba el barrio de la Encimada, era su imperio natural.

Devorar vorazmente, con gula, caracteriza a Vetusta y a sus habitantes; la ciudad entera devora, ya nos lo anuncia Clarín desde el principio: 

"Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los rincones de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad era gula; hacía su anatomía, no como el fisiólogo que sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no aplicaba el escalpelo sino el trinchante".






Cocido asturiano, fabada y pote, respectivamente... 
Sabores de la tierra, sustanciosos...



La alusión al cocido resulta fácilmente identificable dada su presencia e importancia en toda España. Pudiera referirse al cocido asturiano, elaborado con garbanzos, o a la fabada, que es el cocido típico de Asturias, y cuyo ingrediente más importante son las fabes. Pero a lo largo de la obra no aparecen las fabes, habas, sino los garbanzos y la sopa.

Observamos con sorpresa que la típica fabada asturiana, el plato que mejor identifica a la cocina de Asturias, no parece encontrar sitio en esta ruta gastronómica clariniana.

Vetusta- nos dice Clarín-, hacía la digestión del cocido y la olla podrida.

¿Es lo mismo cocido que olla podrida?

No. El cocido responde a ingredientes fijados y normas establecidas, mientras que la olla podrida - juntan carnes - Sancho Panza asegura que mientras más podridas mejor huelen- y hortalizas en la medida de las posibilidades y los gustos.

Dicen unos autores que podrida viene de poderosa /poderida, es decir, sustanciosa, alimenticia. Otros que al cocer muy lento deshace los ingredientes «como la fruta que madura demasiado».

El escritor del Siglo de Oro, Calderón de la Barca, describe la olla podrida como la «princesa de los cocidos». 

Ángel Muro aclara que la olla podrida acepta «todo cuanto Natura crió para ser comido hervido», y señala que los catalanes le llaman bullit, los valencianos escudella, los castellanos marmita y los asturianos pote. La olla podrida asturiana es el pote, que cambia fabes por garbanzos y agrega todos los frutos de huerta y establo, nabos y castañas incluidos.

A esta olla podrida probablemente se refería Clarín en su Regenta.

La olla podrida hoy ha quedado como una típica receta castellana, cuyo ingrediente fundamental son las alubias rojas.






Como curiosidad: el concejo o municipio asturiano de Carreño fue residencia veraniega de Clarín. Manuel, "Manín", y su esposa Juliana fueron sus caseros. Ambos residían en La Rebollada. Un nieto suyo, Víctor, que aún vive y cuya casa se conoce en la zona como "Casa´L Caseru", recuerda:

 "Cuando le llegaba la inspiración al señorito decía:¡Juliana! voy a la caseta a escribir un artículo que me va a dar buenas pesetas..."

Otras veces le mandaba que "cuando cocinase berzes pusiese un plato para él".

Clarín compartía mesa con los caseros cuando había berzas.




Vetusta - Oviedo: la Encimada. "La Regenta" Leopoldo Alas "Clarín"





* Dedico esta entrada especialmente a una persona cuyo recuerdo ha permanecido conmigo al releer La Regenta. Sabio, humilde, como sólo los sabios saben ser humildes, maestro de maestros. Dedicado en cuerpo y alma a su tierra asturiana. Catedrático emérito de la Universidad de Oviedo, sacerdote entregado a sus parroquianos, siempre cerca de los humildes y profesor ejemplar para sus alumnos. Profundo humanista, modelo de vocación y servicio. Esencialmente cristiano.
La Vetusta de Clarín adolece de un personaje como éste, sin duda hubiera iluminado con su buen hacer esta ciudad, como ilumina hoy a su querida tierra asturiana.

Las calles de Oviedo, el barrio de la Encimada, tienen el privilegio de contar con su presencia.

Gracias, Javier, don Francisco Javier Fernández Conde, querido profesor, querido maestro.




Fuentes consultadas