Busto de Cristo. El Greco
El otro día, en la larga fila de personas que cada mañana espera a la puerta de la sede de Cáritas, me encontré con sus miradas, y durante todo el día, y ahora, y creo que para siempre, me acompañarán. Miradas evangelizadoras, miradas que nos evangelizan.
Hace tiempo que guardo como un tesoro un libro, Jesús: preguntas y miradas. De Jesús conservamos su Palabra, pero ¿cómo era su mirada? ¿cómo nos mirararía a cada uno de nosotros?
Su autor, Domingo Montero, fraile capuchino, ha tenido la amabilidad de colgar en la red esta reflexión, la mirada de Jesús, y cuál no sería mi sorpresa al encontrarla. Como él apunta:
A Jesús no sólo no hay que perderle de vista (Hb 12, 1-2), sino que tampoco hay que perder de vista su mirada ni su punto de mira, el corazón.
El Expolio de Cristo (detalle). El Greco
La mirada de Jesús a la luz del Evangelio, dice así:
Las posibilidades de acercarse al Evangelio y de acercar el Evangelio a nuestras vidas son insospechadas; en buena parte dependen de la sensibilidad del lector/oyente. Frecuentemente hacemos una lectura/escucha reducida del Evangelio porque nos acercamos a él desde una perspectiva limitada -intelectual o moralizante-, olvidando otras vías de acceso como la del sentimiento, la estética. En el Evangelio hay que prestar atención a todo: a las palabras y a los silencios (Mc 15,5; Mt 26,23); a las obras y a los gestos. Porque el hombre no sólo se expresa verbalmente; tiene otros medios y modos, entre ellos la mirada. ¡Qué mirada tan expresiva!, solemos decir.
Hay miradas indiferentes y de indiferencia, concupiscentes, irrespetuosas; hay también miradas de ternura, confidenciales, alentadoras...
La vocación de san Mateo (detalle del rostro de Jesús). Caravaggio
¿Cómo era la mirada de Jesús? A Jesús no sólo no hay que perderle de vista (Hb 12, 1-2), sino que tampoco hay que perder de vista su mirada ni su punto de mira, el corazón. Los evangelios conservan diferentes «miradas» de Jesús; si los ojos son el reflejo del alma, a través de ellas podremos llegar a conocer los «sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,6), para interiorizarlos y hacerlos propios. Y todos necesitamos ese cruce de miradas clarificador, pues en la mirada de Cristo se percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que toca las raíces más profundas del ser.
Contemplar la mirada de Jesús nos servirá, también, para aprender a mirar cristianamente la realidad. Te aconsejo colirio para ungir tus ojos y poder ver, advirtió el Testigo fiel al ángel de la Iglesia de Laodicea (Apo 3, 18). Contemplar la mirada de Jesús puede surtir en nosotros los efectos de ese colirio clarificador.
1. Jesús, la mirada de Dios.
«De muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres; hoy nos ha hablado en su Hijo» (Hb 1, 1-2). Sin apartarnos del espíritu de esta afirmación, podemos decir: «De muchos modos miró Dios en el pasado al mundo y al hombre; hoy nos ha mirado en el Hijo». Miró a su obra creadora: «Vio Dios todo cuanto había hecho, y he aquí que estaba muy bien» (Gn 1, 31). Miró al hombre y a su obra demoledora: «Viendo Dios que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo, le pesó a Dios de haber hecho al hombre, y se indignó en su corazón» (Gn 6, 5-6; ef Sal 14, 2). Miró a su pueblo en Egipto: «Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto... conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle» (Ex 3, 7-8). Dios no sólo ha hablado al mundo y al hombre, también los ha mirado, y Jesús es esa mirada plena, definitiva y exhaustiva de Dios. Cristo no es sólo la Palabra de Dios encarnada; encarna también su mirada: entrañable, benevolente, misericordiosa, paterna. «Tanto amó Dios al mundo que le envió a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Y si a Jesús, en cuanto encarnación de la Palabra de Dios, hemos de escucharle (cf Mc 9,7); en cuanto encarnación de su mirada, hemos de contemplarte con atención (cf Lc 4, 20), porque el modo de ser y de hacer de Jesús nos traducen la mirada de Dios. Descubrir esa mirada profunda, personal y cordial manifestada en Jesús nos ayudará a superar los miedos, a deshacer las dudas y a iluminar las oscuridades de nuestro caminar en la vida, sabiendo que «Tú me sondeas y me conoces... y que todas mis sendas te son manifiestas» (Sal 139, 1-3).
Jesús y el joven rico. Heinrich Hofmann
2. La mirada al «Joven» rico: Una mirada de cariño perdida.
A pesar de que el relato lo transmitan los tres evangelios sinópticos, la mirada la conserva sólo el de san Marcos (10,21). Un hombre rico busca caminos de salvación. Su pregunta -¿Qué he de hacer para conseguir la vida eterna? (Mc 10, 17)- deja entrever el desconcierto de la gente piadosa de aquel tiempo ante las variadas interpretaciones de la Ley. Se acerca a Jesús, llamándole Maestro bueno, porque sabemos que eres veraz..., y que enseñas con sinceridad el camino de Dios (Mc 12,14). Pero Dios ya había hablado; por eso Jesús le remite a la palabra de Dios: los mandamientos (Mc 10, 19). Expresamente recuerda los mandamientos de la «segunda tabla», los llamados mandamientos sociales. Y es que a Dios no hay que buscarle por sendas ocultas: El nos sale permanentemente al encuentro en el prójimo. La reacción del hombre -Todas esas cosas las he observado desde la adolescencia (Mc 10, 20)- parecía poner fin a la cuestión: podía estar tranquilo, estaba en el buen camino. Sin embargo todo comienza a partir de ahí. Conmovido y cautivado por la honestidad y sinceridad de aquel hombre, Jesús, mirándole, sintió cariño por él y le dijo: «Una cosa te falta. Vende cuanto tienes y dalo a los pobres... y luego sígueme» (Mc 10, 21). Al mero cumplimiento de la Ley, Jesús ofrece la plenitud de la Ley (cf Mt 5, 17). La propuesta, exigente sin duda, va envuelta en una mirada de cariño, que, si reconoce y celebra el bien hecho, es, sobre todo, estímulo para nuevas conquistas: liberarse para seguirle. El v. 22 es sombrío, la luz que se había encendido en la mirada y con la mirada de Jesús, se apagó inmediatamente. Quien se acercó corriendo (Mc 10, 17), se retiró entristecido y disgustado (Mc 10, 22). Si Jesús le hubiera pedido un aumento sustancial de sus limosnas, probablemente no se habría echado atrás; pero le pidió... ¡hacerse limosna! Aquel hombre cumplía «los» mandamientos sin cumplir «el» mandamiento: amar a Dios sobre todas las cosas (Ex 20, 3-4). El final del encuentro es decepcionante, ¿por qué? Quizá porque aquel hombre oyó sólo las palabras radicales de Jesús, pero no le miró a los ojos. De haberlo hecho, habría descubierto que esa tarea imposible para los hombres, no lo es para Dios. Pues Dios lo puede todo (Mc 10,27). Y Jesús es esa mano tendida por Dios para hacer posible lo imposible.
Jesús y Zaqueo
3. La mirada a Zaqueo: Una mirada aceptada.
Los elementos a destacar en este relato, exclusivo del evangelio de san Lucas (19, 1-10) son múltiples y significativos. Entre esos elementos quisiera subrayar uno: la mirada, o mejor, las miradas, porque hay dos: la de Zaqueo, curiosa, y la de Jesús, salvadora. Zaqueo, jefe de publicanos, intentaba ver quién era Jesús (19, 2.3). Quería conocer al hombre que, a diferencia de los escribas y fariseos, no condenaba, sin más, a los publicanos; pero no quería ser visto, porque tenía mucho dinero (19, 2) y no era conveniente mezclarse con aquella gente desclasada que acompañaba al rabbí de Nazaret. Por eso se subió a un sicómoro para verlo, pues debía pasar por allí (19, 4). Quería ver sin ser visto; pero no consiguió su propósito, o lo consiguió sólo a medias. Al pasar Jesús, con su atenta mirada, le descubre, camuflado entre el tupido ramaje del sicómoro, y, sobre todo, le descubre el futuro. La mirada de Jesús se traduce en deseo: Quiero hospedarme en tu casa (19, 5). Zaqueo aceptó ser descubierto y aceptó el descubrimiento que aquella mirada le ofrecía. No se lo pensó dos veces, bajó deprisa y lo recibió con gozo (19, 6). Y ya no apartó sus ojos de los de Jesús. Era verdad aquel rumor-crítica de que el profeta de Nazaret era amigo de publicanos y pecadores (Lc 7, 34) y que no tenía reparos en compartir con ellos la mesa (Mc 2, 15). ¡El lo estaba experimentando ahora! En aquella mirada, Zaqueo se sintió llamado y amado. Jesús no juzgó su vida ni la moralizó, sencillamente la visitó. Y esa visita cordial, abierta y desprogramada fue suficiente para que Zaqueo comprendiera el alcance del gesto. Ninguna reconvención, ningún reproche... Jesús le miró. Y en aquella mirada Zaqueo descubrió esperanza, futuro, amor...; y aquella mirada le convirtió: Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y en caso de que haya defraudado a alguien, le devolveré el cuádruplo (19, 8). Todo terminó en fiesta, con un cambio trascendente: el publicano Zaqueo es reconocido como hijo de Abrahán (19, 9). Y es que saber mirar puede ser el estímulo para iniciar nuevos caminos.
4. La mirada a la naturaleza: Una mirada sapiencial y festiva.
En esta hipersensibilización ecológica en que estamos inmersos, la presente reflexión podría parecer una concesión a la moda en curso, pero no es así. La naturaleza fue objeto de una atención particular de Jesús. El fuerte ritmo que en los últimos años impuso a su vida, no le impidió admirar la belleza de los lirios (Mt 6,28), la libertad de las aves (Mt 6,26), el secreto germinar de las plantas (Mt 13, 26), el explosivo brotar de los árboles (Mt 24, 32) el sentido de la dirección de los vientos (Lc 12, 55) o la variedad cromática de los cielos (Mt 16, 2-3)... Si no pareciera un anacronismo, podría decirse que en Jesús se daba ya lo que más tarde se ha llamado «visión franciscana» de la creación. Para él la creación no era una cosa, sino una obra de Dios, providentemente cuidada y portadora de un profundo mensaje. La mirada de Jesús a la creación es doble: estética, cautivada por su belleza y armonía, y sapiencial, capaz de escuchar el «sentido» y la «voz»» depositados por Dios en ella. Jesús conocía y en él resonaban las palabras del salmo 19: Los cielos cuentan la gloria de Dios, la obra de sus manos anuncia el firmamento..., y las del canto de Daniel (Dn 3, 57-8) donde toda la creación es invitada a unirse a la aclamación universal de la gloria de Dios, preludios ambos del canto franciscano del Hermano Sol. Y es que la creación no es una realidad afónica, muda, sino elocuente. Escuchar la voz de la creación ayuda a escuchar la voz de Dios; y contemplar la creación desde esa expectativa supone adoptar un ángulo de visión, una perspectiva lúcida y luminosa. Frente a la mirada egoísta y explotadora, la mirada de Jesús revalida y reivindica la gratuidad y la belleza de la creación, surgida de las manos amorosas de Dios.
Jesús cura al tullido en sábado. Rafael |
5. Mirada airada.
No es una mirada fácil de asimilar, quizá por eso los evangelios de Mateo (19, 9-14) y Lucas (6, 6-11) la han omitido; sin embargo es una mirada real y evangélica (Mc 3, 1-6). Les invito a leer el texto del evangelio de Marcos apenas citado. La actitud hipócrita, inhumana e impía de aquellos legalistas fariseos apenó profundamente a Jesús, que «les miró con ira» (Mc 3,5). Nos resulta difícil encajar esta mirada en quien se manifiesta «manso de corazón» (Mt 11,29) y declara «bienaventurados a los mansos» (Mt 5, 4). Nos resulta difícil encajar esta mirada en quien prohíbe airarse contra su hermano (Mt 5, 22)... Nos resulta difícil encajar esta mirada..., y sin embargo es una mirada de Jesús. No es la ira del arrebato pasional e irracional, sino la del dolor por la ausencia de compasión; expresión de una humanidad dolorida por la falta de humanidad, sofocada con el pretexto de observancias religiosas. La ira de Jesús prolonga y evoca la ira de Dios en el Antiguo Testamento, que no es sino un antropomorfismo (un modo humano de hablar) para expresar el dolor de Dios y su no indiferencia ante el deterioro del hombre por el pecado. La mirada airada de Jesús expresa la decepción por unos guías ciegos, que no sólo confunden a Dios sino que lo deforman y no comprenden que la gloria de Dios es que el hombre viva. La mirada airada de Jesús es una mirada revulsiva, para sacar a aquellos hombres de una religiosidad ritual, que se nutría de observancias, y colocarlos en el camino de la fe, que «se actúa en la caridad» (Gal 5, 6). También nosotros necesitamos contemplar esta mirada airada, porque puede que aún participemos de aquella dureza de corazón que Jesús, apenado, descubrió en sus contemporáneos.
No es una mirada fácil de asimilar, quizá por eso los evangelios de Mateo (19, 9-14) y Lucas (6, 6-11) la han omitido; sin embargo es una mirada real y evangélica (Mc 3, 1-6). Les invito a leer el texto del evangelio de Marcos apenas citado. La actitud hipócrita, inhumana e impía de aquellos legalistas fariseos apenó profundamente a Jesús, que «les miró con ira» (Mc 3,5). Nos resulta difícil encajar esta mirada en quien se manifiesta «manso de corazón» (Mt 11,29) y declara «bienaventurados a los mansos» (Mt 5, 4). Nos resulta difícil encajar esta mirada en quien prohíbe airarse contra su hermano (Mt 5, 22)... Nos resulta difícil encajar esta mirada..., y sin embargo es una mirada de Jesús. No es la ira del arrebato pasional e irracional, sino la del dolor por la ausencia de compasión; expresión de una humanidad dolorida por la falta de humanidad, sofocada con el pretexto de observancias religiosas. La ira de Jesús prolonga y evoca la ira de Dios en el Antiguo Testamento, que no es sino un antropomorfismo (un modo humano de hablar) para expresar el dolor de Dios y su no indiferencia ante el deterioro del hombre por el pecado. La mirada airada de Jesús expresa la decepción por unos guías ciegos, que no sólo confunden a Dios sino que lo deforman y no comprenden que la gloria de Dios es que el hombre viva. La mirada airada de Jesús es una mirada revulsiva, para sacar a aquellos hombres de una religiosidad ritual, que se nutría de observancias, y colocarlos en el camino de la fe, que «se actúa en la caridad» (Gal 5, 6). También nosotros necesitamos contemplar esta mirada airada, porque puede que aún participemos de aquella dureza de corazón que Jesús, apenado, descubrió en sus contemporáneos.
Las lágrimas de san Pedro. El Greco
5. La mirada a Pedro.
Seguramente que las miradas de Jesús y de Pedro se cruzaron muchas veces (Jn 1, 42; Mt 16, 17-18. 23- 17, 25ss; 26, 33-35; Jn 13, 6-10), pero hay una del todo particular, porque es la última y en una situación límite; la transmite sólo el evangelio de san Lucas. Pedro acababa de negar y renegar de Jesús... «En aquel momento, estando aún hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor... Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente» (Lc 22, 60-62). ¡Imposible entrar en el misterio de ese cruce de miradas! ¡Cuánta comprensión y esperanza debió percibir Pedro en ella! Se sintió descubierto, sí, pero no condenado. Más que de reproche, la mirada de Jesús fue una propuesta renovada de amistad. Una mirada dolorida, porque el amor nunca es indiferente ante la infidelidad, pero sobre todo fue una mirada acogedora y compasiva, porque «el amor no lleva cuentas del mal» (1 Cor 13, 5). A la luz de esa mirada, Pedro, en un instante, releyó toda su vida, no sólo aquel momento y lloró, pero no desesperó. Aquella mirada le hizo renacer; se dejó mirar así y esto le salvó. A diferencia de Judas, quien rechazándola, «fue y se ahorcó» (Mt 27, 5). La mirada de Jesús es siempre una oportunidad. Como en la parábola de la higuera estéril, cual viñador celoso, él está siempre dispuesto a pedir otra oportunidad al dueño de la viña para aquella higuera infructuosa, antes de proceder a su arrancamiento. Mientras tanto, se encargará de cavar en su derredor y abonarla convenientemente a ver si logra que dé frutos (Lc 13,6-9).
Este es siempre el tono de la mirada de Jesús: propuesta misericordiosa de salvación.
El beso de Judas. Giotto
7. La mirada a Judas.
Se ha escrito mucho sobre el beso de Judas; no tanto sobre la mirada a Judas. Y debió ser muy elocuente. El seguimiento de Jesús por parte de Judas transcurrió entre el entusiasmo y la decepción; y ésta acabó imponiéndose. Su traición es el resultado de una ilusión frustrada. Como los discípulos de Emaús, Judas esperaba que Jesús «sería el que iba a librar a Israel» (Lc 24, 21) y, como el resto de los «diez», se sintió molesto ante las pretensiones hegemónicas de Juan y Santiago (Mc 10, 41). ¿Amaba Judas a Jesús? ¿Lo seguía sólo interesadamente? Nunca lo sabremos con certeza. Lo que sí sabemos con seguridad es que Jesús amaba a Judas y se fiaba de él; por eso le eligió para formar parte de los Doce (Mc 3, 13ss) y le confió la administración de los bienes Jn 12,6; 13, 19). La traición, pues, no era sólo el fracaso de Judas, también para Jesús suponía un fracaso. ¡Tanto tiempo, tanta intimidad..., perdidos! Hasta el último momento Jesús intentó recuperarlo. Por eso lavó los pies que ya habían hecho parte del camino de la traición. En Getsemaní, en el momento del beso, en los Ojos de Jesús debió aflorar una tristeza infinita, no tanto por El, que ya había asumido beber el cáliz (Mc 14, 36), cuanto por la pérdida de un amigo. Así le afrontó Jesús al acercarse: ¡Amigo! (Mt 26, 50). No le retira la amistad; se la recuerda y se la ofrece de nuevo. Es el encuentro de dos libertades: la de Judas, que se vende y vende, y la de Jesús, que se entrega y perdona, ofreciendo la mejilla, agredida por el beso traidor de un amigo equivocado. Era una nueva oportunidad. Desgraciadamente, al parecer, Judas no lo entendió.
La conversión de María Magdalena. Pablo Veronés
Cristo y la mujer adúltera. Pieter van Lint
Jesús y la hemorroísa. Pablo Veronés
Milagro de la viuda de Naim. Mario Minniti
Mosaico bizantino realizado entre 1185 y 1230 en la catedral de Monreal.
Resurrección de la hija de Jairo
La Virgen con el Niño Jesús y santa Ana. Leonardo da Vinci
8. La mirada a la mujer.
En una cultura como la judía, en la que la mujer era considerada una realidad devaluada. «Bendito seas, tú, Señor, porque no me has hecho gentil, mujer o esclavo», rezaba tres veces al día todo varón israelita, la actitud de Jesús resultó llamativa: no rehuyó su encuentro; mas aún, no dudó en dejarse acompañar en su ministerio público por un grupo de mujeres, que le fueron fieles hasta la muerte (Lc 8, 1-3; Mc 15, 40-41) y aún después (Mc 16, 1-8). Desde su celibato por el Reino, Jesús no dudó en acercarse a la mujer y mirarla con buenos ojos y sentimientos de profunda humanidad. De hecho, el mundo femenino ocupa un puesto relevante en el Evangelio. Buena parte de los milagros tienen como destinatarios a mujeres: la suegra de Pedro (Mc 1, 29-31), la hemorroisa (Mc 5, 25-34), la hija de Jairo (Mc 5, 21-24.35-43), la hija de la sirofenicia (Mt 15, 22-28 la mujer encorvada (Lc 13, 11-13)...; y el «lenguaje femenino» inspira no pocas parábolas: la de la levadura (Mt 13, 33), la de la dracma perdida (Lc 15, 8-9), la de los dolores y alegrías del parto (Jn 16, 21), la de las diez doncellas (Mt 25,1ss); la de la viuda insistente Lc 18, 1-8)... Jesús miró con compasión a la mujer cananea (Mt 15, 28) y la viuda de Naín (Lc 7, 13) con dignidad y misericordia a la pecadora pública (Lc 7, 13) y a la adúltera (Jn 8, 1-11); con confianza a la samaritana (Jn 4, 1ss); con amor a las hermanas de Lázaro (Jn 11, 5); con ternura a María Magdalena (Jn 20,11-17); con generosidad a la pobre viuda (Mc 12, 41-44)... ¡Y cómo miraría a su madre! Los evangelios son parcos al respecto. Pero sabemos algo significativo: para ella, para María, fue su última mirada, desde la cruz (Jn 19,26-27). La mirada de Jesús hacia la mujer fue una mirada surgida de un «corazón limpio» (Mt 5, 8): libre y liberadora, adulta y madura (no dura), dignificadora, estimulante, responsabilizadora, afectiva y sin prejuicios..., que ama, enseña a amar y genera amor. Una mirada de la que todos tenemos que aprender.
En una cultura como la judía, en la que la mujer era considerada una realidad devaluada. «Bendito seas, tú, Señor, porque no me has hecho gentil, mujer o esclavo», rezaba tres veces al día todo varón israelita, la actitud de Jesús resultó llamativa: no rehuyó su encuentro; mas aún, no dudó en dejarse acompañar en su ministerio público por un grupo de mujeres, que le fueron fieles hasta la muerte (Lc 8, 1-3; Mc 15, 40-41) y aún después (Mc 16, 1-8). Desde su celibato por el Reino, Jesús no dudó en acercarse a la mujer y mirarla con buenos ojos y sentimientos de profunda humanidad. De hecho, el mundo femenino ocupa un puesto relevante en el Evangelio. Buena parte de los milagros tienen como destinatarios a mujeres: la suegra de Pedro (Mc 1, 29-31), la hemorroisa (Mc 5, 25-34), la hija de Jairo (Mc 5, 21-24.35-43), la hija de la sirofenicia (Mt 15, 22-28 la mujer encorvada (Lc 13, 11-13)...; y el «lenguaje femenino» inspira no pocas parábolas: la de la levadura (Mt 13, 33), la de la dracma perdida (Lc 15, 8-9), la de los dolores y alegrías del parto (Jn 16, 21), la de las diez doncellas (Mt 25,1ss); la de la viuda insistente Lc 18, 1-8)... Jesús miró con compasión a la mujer cananea (Mt 15, 28) y la viuda de Naín (Lc 7, 13) con dignidad y misericordia a la pecadora pública (Lc 7, 13) y a la adúltera (Jn 8, 1-11); con confianza a la samaritana (Jn 4, 1ss); con amor a las hermanas de Lázaro (Jn 11, 5); con ternura a María Magdalena (Jn 20,11-17); con generosidad a la pobre viuda (Mc 12, 41-44)... ¡Y cómo miraría a su madre! Los evangelios son parcos al respecto. Pero sabemos algo significativo: para ella, para María, fue su última mirada, desde la cruz (Jn 19,26-27). La mirada de Jesús hacia la mujer fue una mirada surgida de un «corazón limpio» (Mt 5, 8): libre y liberadora, adulta y madura (no dura), dignificadora, estimulante, responsabilizadora, afectiva y sin prejuicios..., que ama, enseña a amar y genera amor. Una mirada de la que todos tenemos que aprender.
Estudio de Cristo. Joaquín Sorolla
9. La mirada desde la cruz.
En este acercamiento a las miradas más significativas de Jesús resulta inevitable contemplar su mirada desde la cruz. Lugar difícil para adoptar posturas artificiales; lugar inhumano y cruel, atalaya de vigías marginados; lugar, sin embargo, privilegiado para contemplar la vida y probar la autenticidad de los valores en los que uno cree. La cruz es un lugar alto, elevado, «Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32), y un lugar obligado para muchos; desde el que surgen miradas muy diferentes: miradas turbadas y enturbiadas por el dolor y la desesperación, miradas que cuestionan la bondad de Dios y le interpelan; miradas de resignación impotente; miradas de iluminada esperanza... ¿Y la mirada de Jesús? Se me antoja tridimensional:
Hacia arriba: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 45
- Hacia los lados: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43)
- Hacia abajo: «Mujer, ahí tienes a tu hijo...» (Jn 19, 26-27). «Perdónalos, no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).
Hasta el final, la mirada de Jesús fue pro-existencial, como fue toda su vida. Murió como vivió: mirando por los otros y hacia el Padre. Su última mirada fue una mirada libre, no cegada por el dolor, sino iluminada por el amor, poniendo en práctica lo que siempre proclamó: el amor y el perdón incondicional de Dios y su entrega a la causa del Padre, al cumplimiento de su voluntad.
Hay miradas que definen y resumen una vida.
Domingo Montero, fraile capuchino
¡Qué maravilla! Hace mucho tiempo que tengo en la cabeza la idea de que Dios está mirándome continuamente. El cielo será poder ver de frente su mirada, y su sonrisa infinita. Mientras tanto, es bueno considerar su mirada, y pedirle que sepamos ver con sus ojos. Porque entonces, las cosas, los acontecimientos y las personas adquieren su auténtica dimensión.
ResponderEliminarOjalá nos miremos todos menos a nosotros mismos y sepamos mirar (o mejor,-contemplar-)más a los demás.
Las cosas son bellas porque Él las mira.
Gracias, Rosa por esta entrada tan preciosa y que aporta tanta PAZ.
Tienes razón, siempre nos mira y nos ayuda a saber mirar, a que nuestro cruce de miradas sea clarificador.
EliminarLa lectura de este texto me aporta, como a ti, mucha paz y, en estos momentos, la luz que necesito.
Gracias, amiga, por tu compañía y por tu mirada, siempre cercana.
Muchos besos.
Preciosa me he quedado sin palabras,¿ Sabes Rosa que tengo una entrada preparada
ResponderEliminarsobre la mirada de Jesús? Estamos en sintonía.¡Muchas gracias!
Un abrazo. Dios te bendiga.
¡Qué bien, Marian! ¡qué buena sintonía!
EliminarGracias a ti, siempre.
Un beso.
Realmente una maravillosa reflexión.
ResponderEliminarLa mirada de Dios a través de pupilas humanas, ese es el misterio del Verbo Encarnado, el misterio del Amor de Dios.
Sin duda Él nos mira a cada uno como si fuésemos el único ser sobre la tierra, con amor y perdón.
Gracias Rosita por compartir este texto
Un gran abrazo,querida amiga
Es verdad, Clarissa, siempre, siempre nos mira con amor y perdón, nos redime...
EliminarGracias por compartir esta reflexión, querida amiga.
Muchos besos.
Qué gran entrada. Acabo de conocer este blog y me ha encantado, así que con permiso, me he registrado como seguidor. Un fuerte abrazo desde el blog de la Tertulia Cofrade Cruz Arbórea.
ResponderEliminarhttp://tertuliacofradecruzarborea.blogspot.com/
Gracias, Pepe, por tu visita y amable comentario.
Eliminar¡¡¡Bienvenido!!!
Saludos cordiales.
Muy hermosa tu entrada, el gran amor de Jesús, su mirada llena de amor,un placer leerte, un abrazo,J.R.
ResponderEliminarGracias, José Ramón, me alegro de que te haya servido, es un texto para meditar profundamente, a todos nos interpela.
EliminarSaludos cordiales.
Gracias a ti Rosa, por todo lo que me transmites.
ResponderEliminarGracias también por este pots tan espectacular.
Déjalo un tiempo que nos enteremos bien.
Hoy he vuelto a leerlo y es maravilloso.
Un abrazo fuerte. Dios te bendiga y te colme con
gran amor.
Querida Mirian, se produjo una profunda sintonía cuando leí tu entrada, me emocionó.
EliminarMuchas gracias a ti, guardaré siempre esta maravillosa coincidencia; nunca se olvida el momento en que se percibe, porque me sostiene y me alienta desde entonces, siempre.
Tienes razón, este texto del Padre Domingo es maravilloso,escribe y lo transmite como él es: una bella persona, atenta siempre a su Mirada.
Muchos besos, ha sido muy bonito cruzar nuestras miradas.