Nacido en la isla de Samos en el 341 a. de C., Epicuro, rodeado de unos cuantos amigos y discípulos, fundó una comunidad filosófica en una casa situada entre Atenas y el Pireo, donde se dedicó a enseñar su filosofía del jardín hasta su muerte, acaecida en el año 270 a. de C. Prolífico escritor, no conservamos de sus obras más que tres cartas: A Heródoto, A Meneceo, y Carta a Fitocles. Fue el fundador de la corriente filosófica conocida como Hedonismo y era un hombre culto y fino en su trato con los demás.
La finalidad de su filosofía no era, sin embargo, meramente teórica, sino eminentemente práctica, encaminada, sobre todo, a procurar el sosiego necesario para alcanzar una vida feliz y placentera.
Si el máximo bien que un hombre puede alcanzar es la felicidad (eudaimonía), ésta se identifica con el placer, entendido como la total ausencia de dolor. Ahora bien, no todos los placeres han de ser escogidos, ya que algunos pueden producirnos, a la larga, dolores mayores. Ha de hacerse un sabio cálculo entre las ventajas y desventajas para conseguir un máximo de placer y un mínimo de dolor, utilizando las virtudes como medios, no como fines (telos), para alcanzar la felicidad.
En la división que realiza de los deseos menciona los naturales y necesarios (imprescindibles para alcanzar la supervivencia y la felicidad). Son deseos que pertenecen a la criatura no corrompida y buscan la salud permanente y el permanente funcionamiento sin trabas del cuerpo y del alma.
Entre estos deseos se encuentra la necesidad de alimento, que se centra en no estar desnutrido o hambriento. Es el deseo de un funcionamiento sano del cuerpo, que se satisface con una cantidad módica de alimento, que no tiene que ser exquisito o bien preparado:
“Los sabores sencillos producen igual placer que una dieta refinada cuando se ha eliminado por completo el dolor de la necesidad, y el pan y el agua procuran el máximo placer cuando se los lleva a la boca alguien que los necesita”. Men. 130-131.
La finalidad de su filosofía no era, sin embargo, meramente teórica, sino eminentemente práctica, encaminada, sobre todo, a procurar el sosiego necesario para alcanzar una vida feliz y placentera.
Si el máximo bien que un hombre puede alcanzar es la felicidad (eudaimonía), ésta se identifica con el placer, entendido como la total ausencia de dolor. Ahora bien, no todos los placeres han de ser escogidos, ya que algunos pueden producirnos, a la larga, dolores mayores. Ha de hacerse un sabio cálculo entre las ventajas y desventajas para conseguir un máximo de placer y un mínimo de dolor, utilizando las virtudes como medios, no como fines (telos), para alcanzar la felicidad.
En la división que realiza de los deseos menciona los naturales y necesarios (imprescindibles para alcanzar la supervivencia y la felicidad). Son deseos que pertenecen a la criatura no corrompida y buscan la salud permanente y el permanente funcionamiento sin trabas del cuerpo y del alma.
Entre estos deseos se encuentra la necesidad de alimento, que se centra en no estar desnutrido o hambriento. Es el deseo de un funcionamiento sano del cuerpo, que se satisface con una cantidad módica de alimento, que no tiene que ser exquisito o bien preparado:
“Los sabores sencillos producen igual placer que una dieta refinada cuando se ha eliminado por completo el dolor de la necesidad, y el pan y el agua procuran el máximo placer cuando se los lleva a la boca alguien que los necesita”. Men. 130-131.
Hombre austero, de vida sencilla y tranquila, parece ser que, a parte del pan y del agua, sólo un poco de queso constituía para él un verdadero manjar:
“Envíame un tarrito de queso, -escribe Epicuro a un amigo- a fin de que pueda darme un festín cuando se apetezca”. Diógenes Laercio, 10, 11
“Envíame un tarrito de queso, -escribe Epicuro a un amigo- a fin de que pueda darme un festín cuando se apetezca”. Diógenes Laercio, 10, 11
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