domingo, 30 de septiembre de 2012

San Francisco de Asís, un santo de hoy





San Francisco, Francisco de Zurbarán


Me sé de memoria a Cristo pobre y crucificado.


San Francisco de Asís puede ser un santo de ayer pero, sin duda, es un HOMBRE Y UN SANTO DE HOY. 

Es el tipo de hombre que nos sirve de referencia hoy, porque necesitamos descubrir que podemos y debemos construir un mundo mejor.

Este hombre medieval, ha sido considerado por la UNESCO como modelo del segundo milenio.

Iniciador de la familia religiosa más numerosa de la Iglesia, ha sabido inspirar a sus hermanos y hermanas un estilo de vida, que ha hecho de ellos valiosos servidores durante estos 800 años de Familia Franciscana…

 Nos dice:

"Él me dijo que quería que yo fuera un nuevo loco en este mundo”.



San Francisco de Asís (detalle). El Greco


Así comienza la biografía de san Francisco de Asís, según su biógrafo oficial, Tomás de Celano, escrita por mandato del papa Gregorio IX.


Comienza la vida de nuestro beatísimo padre Francisco.

Capítulo I
Su género de vida mientras vivió en el siglo

1. Hubo en la ciudad de Asís, situada en la región del valle de Espoleto, un hombre llamado Francisco; desde su más tierna infancia fue educado licenciosamente por sus padres, a tono con la vanidad del siglo; e, imitando largo tiempo su lamentable vida y costumbres, llegó a superarlos con creces en vanidad y frivolidad.

De tal forma ha arraigado esta pésima costumbre por todas partes en quienes se dicen cristianos y de tal modo se ha consolidado y aceptado esta perniciosa doctrina cual si fuera ley pública, que ya desde la cuna se empeñan en educar a los hijos con extrema blandura y disolutamente. Pues no bien han comenzado a hablar o a balbucir, niños apenas nacidos, aprenden, por gestos y palabras, cosas torpes y execrables; y, llegado el tiempo del destete, se les obliga no sólo a decir, sino a hacer cosas del todo inmorales y lascivas. Ninguno de ellos se atreve, por un temor propio de su corta edad, a conducirse honestamente, pues sería castigado con dureza. Que bien lo dice el poeta pagano: «Como hemos crecido entre las maldades de nuestros padres, nos siguen todos los males desde la infancia». Este testimonio es verdadero, ya que tanto más perjudiciales resultan a los hijos los deseos de los padres cuanto aquéllos con más gusto ceden a éstos.

Mas, cuando han avanzado un poco más en edad, ellos, por propio impulso, se van deslizando hacia obras peores. Y es que de raíz dañada nace árbol enfermo y lo que una vez se ha pervertido, difícilmente podrá ser reducido al camino del bien.

Y ¿cómo imaginas que han de ser cuando estrenan la adolescencia? En este tiempo, nadando en todo género de disolución, ya que les es permitido hacer cuanto les viene en gana, se entregan con todo ardor a una vida vergonzosa. Sujetos de este modo voluntariamente a la esclavitud del pecado, hacen de sus miembros armas de iniquidad; y, no poseyendo en sí mismos ni en su vida y costumbres nada de la religión cristiana, se amparan sólo con el nombre de cristianos. Alardean los desdichados con frecuencia de haber hecho cosas peores de las que realizaron, por que no sean tenidos como más despreciables cuanto más inocentes se conservan.

2. Estos son los tristes principios en los que se ejercitaba desde la infancia este hombre a quien hoy veneramos como santo -porque lo es-, y en los que continuó perdiendo y consumiendo miserablemente su vida hasta casi los veinticinco años de edad. Más aún, aventajando en vanidades a todos sus coetáneos, mostrábase como quien más que nadie incitaba al mal y destacaba en todo devaneo. Cautivaba la admiración de todos y se esforzaba en ser el primero en pompas de vanagloria, en los juegos, en los caprichos, en palabras jocosas y vanas, en las canciones y en los vestidos suaves y cómodos; y aunque era muy rico, no estaba tocado de avaricia, sino que era pródigo; no era ávido de acumular dinero, sino manirroto; negociante cauto, pero muy fácil dilapidador. Era, con todo, de trato muy humano, hábil y en extremo afable, bien que para desgracia suya. Porque eran muchos los que, sobre todo por esto, iban en pos de él obrando el mal e incitando a la corrupción; marchaba así, altivo y magnánimo en medio de esta cuadrilla de malvados, por las plazas de Babilonia, hasta que, fijando el Señor su mirada en él, alejó su cólera por el honor de su nombre y reprimió la boca de Francisco, depositando en ella su alabanza a fin de evitar su total perdición. Fue, pues, la mano del Señor la que se posó sobre él y la diestra del Altísimo la que lo transformó, para que, por su medio, los pecadores pudieran tener la confianza de rehacerse en gracia y sirviese para todos de ejemplo de conversión a Dios.


San Francisco arrodillado en meditación, El Greco


Capítulo II
Cómo Dios visitó su corazón por una enfermedad y por un sueño

3. En efecto, cuando por su fogosa juventud hervía aún en pecados y la lúbrica edad lo arrastraba desvergonzadamente a satisfacer deseos juveniles e, incapaz de contenerse, era incitado con el veneno de la antigua serpiente, viene sobre él repentinamente la venganza; mejor, la unción divina, que intenta encaminar aquellos sentimientos extraviados, inyectando angustia en su alma y malestar en su cuerpo, según el dicho profético: He aquí que yo cercaré tus caminos de zarzas y alzaré un muro (Os 2,6). Y así, quebrantado por larga enfermedad, como ha menester la humana obstinación, que difícilmente se corrige si no es por el castigo, comenzó a pensar dentro de sí cosas distintas de las que acostumbraba. [...]

  
San Francisco de Asís recibiendo los estigmas, El Greco.
El gran tratadista del siglo XVII y suegro de Velázquez, Francisco Pacheco, afirma que es el pintor que mejor supo representar al Santo.



Capítulo III

Cómo, cambiado en el interior, mas no en el exterior,
habla alegóricamente del hallazgo de un tesoro y de una esposa


7. Cierto día en que había invocado la misericordia del Señor hasta la hartura, el Señor le mostró cómo había de comportarse. Y tal fue el gozo que sintió desde este instante, que, no cabiendo dentro de sí de tanta alegría, aun sin quererlo, tenía que decir algo al oído de los hombres [...]

 Quienes le oían pensaban que trataba de tomar esposa, y por eso le preguntaban: «¿Pretendes casarte, Francisco?» A lo que él respondía: «Me desposaré con una mujer la más noble y bella que jamás hayáis visto, y que superará a todas por su estampa y que entre todas descollará por su sabiduría». En efecto, la inmaculada esposa de Dios es la verdadera Religión que abrazó, y el tesoro escondido es el reino de los cielos, que tan esforzadamente él buscó; porque era preciso que la vocación evangélica se cumpliese plenamente en quien iba a ser ministro del Evangelio en la fe y en la verdad [...]

San Francisco de Asís. BAC, págs. 141-145





Y estos son sus consejos:

"Comienza haciendo lo necesario, después lo que es posible, y de repente estarás haciendo lo imposible".

  


“… dame Fe recta, Esperanza cierta y Caridad perfecta”.
 

”Recuerda que cuando abandones esta tierra, no podrás llevar contigo nada de lo que has recibido, solamente lo que has dado: un corazón enriquecido por el servicio honesto, el amor, el sacrificio y el valor" .


 


Y… nos ofrece su estrategia “desconcertante”: la verdad, la comprensión, la paciencia, el saber perdonar y el valor absoluto y creador de la paz.

 “Predicad con palabras si podéis. Pero predicad sobre todo con vuestra vida y vuestras obras”.




Francisco fue un hombre de silencio.
El silencio es el ambiente que nos sitúa en el horizonte de la verdad para encontrarnos con nosotros mismos y con Dios. Así, nos dice: 

“La oración es un verdadero descanso”.




Es un luminoso ejemplo de equilibrio.
Supo compaginar una asombrosa libertad personal, con una auténtica obediencia a la Iglesia.
La libertad, tal y como la entiende y practica Francisco, es perfección, es originalidad, es personalidad, es la forma más bella de existir. 




Descubrir las cosas pequeñas…nos dice san Francisco:

”Yo necesito pocas cosas, y lo poco que necesito, lo necesito poco”.
 
Nos invita a saber disfrutar de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, a no dejarse arrastrar por la moda de un consumismo destructivo.

El "bienaventurados los pobres de espíritu" sigue siendo aún el gran ideal humano, que pocos hombres han tenido el coraje y la suerte de experimentar.




Agradecer las pequeñas GRANDES cosas…
el don de la vida… Nos invita a descubrir los valores gratuitos pero difíciles de la alegría, de la celebración de la misma vida,  recibida gratuitamente, y horizonte de las mejores posibilidades humanas.




Su fraternidad era universal, para todas las criaturas…

Disfrutaba ante una flor, se emociona ante el paisaje,  canta con los pájaros y se conmueve ante las alegrías  y las lágrimas de los hombres.
No en vano, fue proclamado por Juan Pablo II: “patrono celestial de los que promueven la ecología”. 
Su santidad estaba llena de poesía, mejor dicho, llevó la santidad a la perfección de la poesía.




Y, según su biógrafo Tomás de Celano, éstas eran sus cualidades…hermosas cualidades, para imitar…

Reflexivo. Su alma era apasionada, pero no egoísta, codiciosa ni vulgar. Había heredado la sagaz prudencia de su padre, pero no su avaricia. En él la prudencia no ponía trabas a la audacia ni al entusiasmo: no era tímido ni melancólico.
Tan positivo como su padre, era más liberal y más generoso que él. Hijo de mercader, poseía el alma de caballero. De caballero tenía además el temperamento idealista y el gentil donaire.
Era cortés y distinguido en sus modales, noble y viril, afable y liberal para con los pobres, sincero, leal, fiel y magnánimo, animoso, intrépido, decidido y pronto en la acción.
 
¡Preciosas cualidades, gracias a las cuales llegó a ser  ejemplo de multitudes!
…una personalidad fascinante y fascinada por Dios…


Basílica de san Francisco. Asís


Francisco no fue:
•un ingenuo romántico de su época
•ni un idealista exaltado e incoherente 
•ni un inconformista cómodo y de moda

Pero sí fue:
un inconformista, un idealista e incluso un romántico, que aterrizó en la vida misma, donde…
quiso estar comprometido hasta el final, especialmente con los pobres, con los más necesitados.

 Y, sobre todo, fue un hombre creyente que se tomó en serio su fe.



Muerte de San Francisco, Giotto di Bondone


Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor!
Ningún viviente escapa de su persecución;
¡ay si en pecado grave sorprende al pecador!
¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!
(San Francisco)


A Francisco le llegó “la hermana muerte”, el 3 de octubre de 1226, después de escuchar la lectura de la Pasión del Señor según San Juan, y éstas fueron sus últimas palabras, su última recomendación:

"Yo he hecho cuanto estaba de mi parte, que Cristo os enseñe a hacer lo que está de la vuestra".




Nos dice el papa Benedicto XVI, parafraseando a Dante:

 con san Francisco  “nació al mundo un sol”.


San Francisco. Escena de la donación de la capa a un mendigo, Giotto di Bondone.


El llamado pintor de san Francisco, Giotto di Bondone, plasmó en sus obras varios de los milagros atribuidos al santo.

Este vídeo muestra algunos de los más importantes acontecimientos de la vida de San Francisco de Asís, pintados por Giotto en los muros de la Basílica Superior de Asís, Italia, basado en la "Leyenda Mayor" escrita por san Buenaventura.

Las melodías que se escuchan son, en la primera parte del siglo XIII, y en la segunda del siglo XIV. Ambas propias de la misma ciudad de Asís e interpretadas por un grupo de esa cuidad.






Oración de san Francisco

Oh, Señor, haz de mí un instrumento de Tu Paz .
Donde hay odio, que lleve yo el Amor.
Donde haya ofensa, que lleve yo el Perdón.
Donde haya discordia, que lleve yo la Unión.
Donde haya duda, que lleve yo la Fe.
Donde haya error, que lleve yo la Verdad.
Donde haya desesperación, que lleve yo la Alegría.
Donde haya tinieblas, que lleve yo la Luz.
Oh, Maestro, haced que yo no busque tanto ser consolado, sino consolar;
Ser comprendido, sino comprender;
Ser amado, como amar.
Porque es dando, que se recibe;
Perdonando, que se es perdonado;
Muriendo, que se resucita a la Vida Eterna.
Amén.


  
El día cuatro de octubre celebraremos a san Francisco.

¡Felicidades a toda la Familia Franciscana!
PAZ Y BIEN






viernes, 28 de septiembre de 2012

Antígona y Ofelia


 
 
 
Antígona. Frederick Leighton

 
 
En la mitología griega, Antígona es hija de Edipo y Yocasta y es hermana de Ismene, Eteocles y Polinices. Acompañó a su padre Edipo (rey de Tebas) al exilio y, a su muerte, regresó a la ciudad.

En el mito, los dos hermanos varones de Antígona se encuentran constantemente combatiendo por el trono de Tebas, debido a una maldición que su padre había lanzado contra ellos. Se suponía que Eteocles y Polinices se iban a turnar el trono periódicamente, pero, en algún momento, Eteocles decide quedarse en el poder después de cumplido su período, por lo que se desencadena una guerra, pues, ofendido, Polinices busca ayuda en Argos, una ciudad rival, arma un ejército y regresa para reclamar lo que es suyo. La guerra concluye con la muerte de los dos hermanos en batalla, cada uno a manos del otro, como decía la profecía. Creonte, entonces, se convierte en rey de Tebas y dictamina que, por haber traicionado a su patria, Polinices no será enterrado dignamente y se dejará a las afueras de la ciudad al arbitrio de los cuervos y los perros.

Los honores fúnebres eran muy importantes para los griegos, pues el alma de un cuerpo que no era enterrado estaba condenada a vagar por la tierra eternamente. Por tal razón, Antígona decide enterrar a su hermano y realizar sobre su cuerpo los correspondientes ritos, rebelándose así contra Creonte, su tío y suegro (pues estaba comprometida con Hemón, hijo de aquel).

La desobediencia acarrea para Antígona su propia muerte: condenada a ser sepultada viva, evita el suplicio ahorcándose.






Antígona es coherente en palabra y acto, debe realizar las honras fúnebres de su hermano, solo tiene a su hermana Ismene y por eso ella debe honrar al muerto enfrentando el decreto de Creonte, y así explica sus motivos:

“Pues jamás, ni aunque fuera madre de hijos, ni aunque mi esposo muerto se estuviera pudriendo, hubiera tomado sobre mí fatiga semejante en contra de los ciudadanos. ¿Y en razón de qué digo esto? Muerto mi esposo, otro hubiera podido tener, y un hijo de otro varón si lo perdía. Pero estando madre y padre ocultos en el Hades, no hay hermano que pueda nacer jamás”.
Antígona. Sófocles
 


Theodor von der Beek (1838 - 1921), Ophelia
 
   
La desdichada Ofelia de la tragedia de William Shakespeare, Hamlet, prometida del atormentado príncipe de Dinamarca, Hamlet, se vuelve loca cuando éste, por confusión, mata a Polonio, su chambelán y padre de Ofelia. En su desvarío, Ofelia vagabundea junto a un lago, recogiendo flores, y muere ahogada en las fangosas aguas.

Es la reina, madre de Hamlet, quien narra su muerte a Laertes, hermano de Ofelia:

[…]
Gertrudis
Una desgracia va siempre pisando los talones de otra: tan cerca se suceden. Laertes, tu hermana acaba de ahogarse.

Laertes
¡Ahogada!... ¿en dónde?... ¡Cielos!

Gertrudis
Inclinado a orillas de un arroyo, elévase un sauce, que refleja su plateado follaje en las ondas cristalinas. Allí se dirigió adornada con caprichosas guirnaldas de ranúnculos, ortigas, velloritas y esas largas flores purpúreas a las cuales nuestros silenciosos pastores dan un nombre grosero, pero que nuestras castas doncellas llaman dedos de difunto. Allí trepaba por el pendiente ramaje para colgar su corona silvestre, cuando una pérfida rama se desgajó, y, junto con sus agrestes trofeos, vino a caer en el gimiente arroyo. A su alrededor se extendieron sus ropas, y, como una náyade, la sostuvieron a flote durante breve rato; y mientras, cantaba estrofas de antiguas tonadas, como inconsciente de su propia desgracia, o como una criatura dotada por la Naturaleza para vivir en el propio elemento. Mas no podía eso prolongarse mucho, y los vestidos, cargados con el agua que absorbían, arrastraron pronto a la infeliz a una muerte cenagosa, en medio de sus dulces cantos

Laertes
¡Ay de mí! Luego ¿ha perecido ahogada?

Gertrudis
Ahogada, ahogada […]


Hamlet. Acto IV. Escena VII
 


Ofelia. Odilón Redon


Ofelia pasa de simbolizar la dulzura y la inocencia a la locura más profunda. ¿Es la muerte de Ofelia un accidente, como explica la reina, o un suicidio al que le conduce su locura? Parece ser una mezcla de ambas, pues Ofelia aprovecha el incidente para dejarse llevar, en lugar de salir del río permite ahogarse y morir.
 
Al comienzo del Acto V, dos sepultureros  hablan sobre el posible suicidio de la joven mientras cavan la fosa en el cementerio de la Iglesia:

Sepulturero 1º
¿Y es la que ha de sepultarse en tierra sagrada, la que deliberadamente ha conspirado contra su propia salvación?

Sepulturero 2º
Te digo que sí: con que haz presto la fosa. El juez ha reconocido ya el cadáver y ha dispuesto que la entierre en sagrado.

Sepulturero 1º
Pero ¿cómo puede ser eso, a menos que ella se haya ahogado en defensa propia?
 
Sepulturero 2º
Pues así lo han juzgado
 
Sepulturero 1º
Debede haber sido se offendendo; no puede ser de otro modo. Porque aquí está la cuestión: si yo me ahogo intencionadamente, esto denota un acto, y todo acto consta de tres partes que son: hacer, obrar y ejecutar; érgolis ella se ahogó intencionadamente.
 
Sepulturero 2º
Pero oye tú, compadre zapador...
 
Sepulturero 1º
Permíteme. Aquí está el agua: bien: y aquí está el hombre; bien. Si el hombre va hacia esta agua y se ahoga, quieras que no el caso es que va, fíjate en eso. Pero si el agua viene hacia él y le ahoga, no se ahoga el mismo; érgolis aquel que no es culpable de su propia muerte, no acorta su propia vida.
 
Sepulturero 2º
Pero ¿es eso ley?
 
Sepulturero 1º
¡Vaya si lo es! Ley basada en el informe del juez.
 
Sepulturero 2º
¿Quieres que te diga la verdad? Si no fuese ella una dama distinguida, no le hubieran dado sepultura cristiana [...]


Hamlet. Acto V. Escena I
 


Tres momentos diferentes (de pie, sentada, yacente), que sugieren el hundimiento de Ofelia; tres instantes para un mismo motivo, la locura como cercanía de la muerte.



John William Waterhouse - Ophelia (1910)


John William Waterhouse, Ophelia (1894)


John William Waterhouse, Ophelia (1889)
 



Literatura, Arte y Música (Tristán e Isolda, Richard Wagner) unidos...

 


Ofelia

I
En las aguas profundas que acunan las estrellas,
blanca y cándida, Ofelia flota como un gran lirio,
flota tan lentamente, recostada en sus velos...
cuando tocan a muerte en el bosque lejano.

Hace ya miles de años que la pálida Ofelia
pasa, fantasma blanco por el gran río negro;
más de mil años ya que su suave locura
murmura su tonada en el aire nocturno.

El viento, cual corola, sus senos acaricia
y despliega, acunado, su velamen azul;
los sauces temblorosos lloran contra sus hombros
y por su frente en sueños, la espadaña se pliega.

Los rizados nenúfares suspiran a su lado,
mientras ella despierta, en el dormido aliso,
un nido del que surge un mínimo temblor...
y un canto, en oros, cae del cielo misterioso [...]
 
 




 
 

sábado, 22 de septiembre de 2012

El otoño






Me encanta el otoño, nací en otoño. Bienvenido, acompañado de un excelente paisajista ruso, Isaac Levitan, y de la hermosa melodía de Vivaldi.













miércoles, 12 de septiembre de 2012

La mirada de Jesús

 
 

Busto de Cristo. El Greco
 
 
El otro día, en la larga fila de personas que cada mañana espera a la puerta de la sede de Cáritas, me encontré con sus miradas, y durante todo el día, y ahora, y creo que para siempre, me acompañarán. Miradas evangelizadoras, miradas que nos evangelizan.
 
Hace tiempo que guardo como un tesoro un libro, Jesús: preguntas y miradas. De Jesús conservamos   su Palabra, pero ¿cómo era su mirada? ¿cómo nos mirararía a cada uno de nosotros?
 
Su autor, Domingo Montero, fraile capuchino, ha tenido la amabilidad de colgar en la red esta reflexión, la mirada de Jesús, y cuál no sería mi sorpresa al encontrarla. Como él apunta:
 
A Jesús no sólo no hay que perderle de vista (Hb 12, 1-2), sino que tampoco hay que perder de vista su mirada ni su punto de mira, el corazón.
 
 
 
 El Expolio de Cristo (detalle). El Greco


 
 
La mirada de Jesús a la luz del Evangelio,  dice así:


Las posibilidades de acercarse al Evangelio y de acercar el Evangelio a nuestras vidas son insospechadas; en buena parte dependen de la sensibilidad del lector/oyente. Frecuentemente hacemos una lectura/escucha reducida del Evangelio porque nos acercamos a él desde una perspectiva limitada -intelectual o moralizante-, olvidando otras vías de acceso como la del sentimiento, la estética. En el Evangelio hay que prestar atención a todo: a las palabras y a los silencios (Mc 15,5; Mt 26,23); a las obras y a los gestos. Porque el hombre no sólo se expresa verbalmente; tiene otros medios y modos, entre ellos la mirada. ¡Qué mirada tan expresiva!, solemos decir.

Hay miradas indiferentes y de indiferencia, concupiscentes, irrespetuosas; hay también miradas de ternura, confidenciales, alentadoras...


 

La vocación de san Mateo (detalle del rostro de Jesús). Caravaggio


¿Cómo era la mirada de Jesús? A Jesús no sólo no hay que perderle de vista (Hb 12, 1-2), sino que tampoco hay que perder de vista su mirada ni su punto de mira, el corazón. Los evangelios conservan diferentes «miradas» de Jesús; si los ojos son el reflejo del alma, a través de ellas podremos llegar a conocer los «sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,6), para interiorizarlos y hacerlos propios. Y todos necesitamos ese cruce de miradas clarificador, pues en la mirada de Cristo se percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que toca las raíces más profundas del ser.

Contemplar la mirada de Jesús nos servirá, también, para aprender a mirar cristianamente la realidad. Te aconsejo colirio para ungir tus ojos y poder ver, advirtió el Testigo fiel al ángel de la Iglesia de Laodicea (Apo 3, 18). Contemplar la mirada de Jesús puede surtir en nosotros los efectos de ese colirio clarificador.


 




1. Jesús, la mirada de Dios.

 «De muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres; hoy nos ha hablado en su Hijo» (Hb 1, 1-2). Sin apartarnos del espíritu de esta afirmación, podemos decir: «De muchos modos miró Dios en el pasado al mundo y al hombre; hoy nos ha mirado en el Hijo». Miró a su obra creadora: «Vio Dios todo cuanto había hecho, y he aquí que estaba muy bien» (Gn 1, 31). Miró al hombre y a su obra demoledora: «Viendo Dios que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo, le pesó a Dios de haber hecho al hombre, y se indignó en su corazón» (Gn 6, 5-6; ef Sal 14, 2). Miró a su pueblo en Egipto: «Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto... conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle» (Ex 3, 7-8). Dios no sólo ha hablado al mundo y al hombre, también los ha mirado, y Jesús es esa mirada plena, definitiva y exhaustiva de Dios. Cristo no es sólo la Palabra de Dios encarnada; encarna también su mirada: entrañable, benevolente, misericordiosa, paterna. «Tanto amó Dios al mundo que le envió a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Y si a Jesús, en cuanto encarnación de la Palabra de Dios, hemos de escucharle (cf Mc 9,7); en cuanto encarnación de su mirada, hemos de contemplarte con atención (cf Lc 4, 20), porque el modo de ser y de hacer de Jesús nos traducen la mirada de Dios. Descubrir esa mirada profunda, personal y cordial manifestada en Jesús nos ayudará a superar los miedos, a deshacer las dudas y a iluminar las oscuridades de nuestro caminar en la vida, sabiendo que «Tú me sondeas y me conoces... y que todas mis sendas te son manifiestas» (Sal 139, 1-3).


 
Jesús y el joven rico. Heinrich Hofmann



2. La mirada al «Joven» rico: Una mirada de cariño perdida.

A pesar de que el relato lo transmitan los tres evangelios sinópticos, la mirada la conserva sólo el de san Marcos (10,21). Un hombre rico busca caminos de salvación. Su pregunta -¿Qué he de hacer para conseguir la vida eterna? (Mc 10, 17)- deja entrever el desconcierto de la gente piadosa de aquel tiempo ante las variadas interpretaciones de la Ley. Se acerca a Jesús, llamándole Maestro bueno, porque sabemos que eres veraz..., y que enseñas con sinceridad el camino de Dios (Mc 12,14). Pero Dios ya había hablado; por eso Jesús le remite a la palabra de Dios: los mandamientos (Mc 10, 19). Expresamente recuerda los mandamientos de la «segunda tabla», los llamados mandamientos sociales. Y es que a Dios no hay que buscarle por sendas ocultas: El nos sale permanentemente al encuentro en el prójimo. La reacción del hombre -Todas esas cosas las he observado desde la adolescencia (Mc 10, 20)- parecía poner fin a la cuestión: podía estar tranquilo, estaba en el buen camino. Sin embargo todo comienza a partir de ahí. Conmovido y cautivado por la honestidad y sinceridad de aquel hombre, Jesús, mirándole, sintió cariño por él y le dijo: «Una cosa te falta. Vende cuanto tienes y dalo a los pobres... y luego sígueme» (Mc 10, 21). Al mero cumplimiento de la Ley, Jesús ofrece la plenitud de la Ley (cf Mt 5, 17). La propuesta, exigente sin duda, va envuelta en una mirada de cariño, que, si reconoce y celebra el bien hecho, es, sobre todo, estímulo para nuevas conquistas: liberarse para seguirle. El v. 22 es sombrío, la luz que se había encendido en la mirada y con la mirada de Jesús, se apagó inmediatamente. Quien se acercó corriendo (Mc 10, 17), se retiró entristecido y disgustado (Mc 10, 22). Si Jesús le hubiera pedido un aumento sustancial de sus limosnas, probablemente no se habría echado atrás; pero le pidió... ¡hacerse limosna! Aquel hombre cumplía «los» mandamientos sin cumplir «el» mandamiento: amar a Dios sobre todas las cosas (Ex 20, 3-4). El final del encuentro es decepcionante, ¿por qué? Quizá porque aquel hombre oyó sólo las palabras radicales de Jesús, pero no le miró a los ojos. De haberlo hecho, habría descubierto que esa tarea imposible para los hombres, no lo es para Dios. Pues Dios lo puede todo (Mc 10,27). Y Jesús es esa mano tendida por Dios para hacer posible lo imposible.
 

 
Jesús y Zaqueo
 

3. La mirada a Zaqueo: Una mirada aceptada.

 Los elementos a destacar en este relato, exclusivo del evangelio de san Lucas (19, 1-10) son múltiples y significativos. Entre esos elementos quisiera subrayar uno: la mirada, o mejor, las miradas, porque hay dos: la de Zaqueo, curiosa, y la de Jesús, salvadora. Zaqueo, jefe de publicanos, intentaba ver quién era Jesús (19, 2.3). Quería conocer al hombre que, a diferencia de los escribas y fariseos, no condenaba, sin más, a los publicanos; pero no quería ser visto, porque tenía mucho dinero (19, 2) y no era conveniente mezclarse con aquella gente desclasada que acompañaba al rabbí de Nazaret. Por eso se subió a un sicómoro para verlo, pues debía pasar por allí (19, 4). Quería ver sin ser visto; pero no consiguió su propósito, o lo consiguió sólo a medias. Al pasar Jesús, con su atenta mirada, le descubre, camuflado entre el tupido ramaje del sicómoro, y, sobre todo, le descubre el futuro. La mirada de Jesús se traduce en deseo: Quiero hospedarme en tu casa (19, 5). Zaqueo aceptó ser descubierto y aceptó el descubrimiento que aquella mirada le ofrecía. No se lo pensó dos veces, bajó deprisa y lo recibió con gozo (19, 6). Y ya no apartó sus ojos de los de Jesús. Era verdad aquel rumor-crítica de que el profeta de Nazaret era amigo de publicanos y pecadores (Lc 7, 34) y que no tenía reparos en compartir con ellos la mesa (Mc 2, 15). ¡El lo estaba experimentando ahora! En aquella mirada, Zaqueo se sintió llamado y amado. Jesús no juzgó su vida ni la moralizó, sencillamente la visitó. Y esa visita cordial, abierta y desprogramada fue suficiente para que Zaqueo comprendiera el alcance del gesto. Ninguna reconvención, ningún reproche... Jesús le miró. Y en aquella mirada Zaqueo descubrió esperanza, futuro, amor...; y aquella mirada le convirtió: Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y en caso de que haya defraudado a alguien, le devolveré el cuádruplo (19, 8). Todo terminó en fiesta, con un cambio trascendente: el publicano Zaqueo es reconocido como hijo de Abrahán (19, 9). Y es que saber mirar puede ser el estímulo para iniciar nuevos caminos.


 




4. La mirada a la naturaleza: Una mirada sapiencial y festiva.

En esta hipersensibilización ecológica en que estamos inmersos, la presente reflexión podría parecer una concesión a la moda en curso, pero no es así. La naturaleza fue objeto de una atención particular de Jesús. El fuerte ritmo que en los últimos años impuso a su vida, no le impidió admirar la belleza de los lirios (Mt 6,28), la libertad de las aves (Mt 6,26), el secreto germinar de las plantas (Mt 13, 26), el explosivo brotar de los árboles (Mt 24, 32) el sentido de la dirección de los vientos (Lc 12, 55) o la variedad cromática de los cielos (Mt 16, 2-3)... Si no pareciera un anacronismo, podría decirse que en Jesús se daba ya lo que más tarde se ha llamado «visión franciscana» de la creación. Para él la creación no era una cosa, sino una obra de Dios, providentemente cuidada y portadora de un profundo mensaje. La mirada de Jesús a la creación es doble: estética, cautivada por su belleza y armonía, y sapiencial, capaz de escuchar el «sentido» y la «voz»» depositados por Dios en ella. Jesús conocía y en él resonaban las palabras del salmo 19: Los cielos cuentan la gloria de Dios, la obra de sus manos anuncia el firmamento..., y las del canto de Daniel (Dn 3, 57-8) donde toda la creación es invitada a unirse a la aclamación universal de la gloria de Dios, preludios ambos del canto franciscano del Hermano Sol. Y es que la creación no es una realidad afónica, muda, sino elocuente. Escuchar la voz de la creación ayuda a escuchar la voz de Dios; y contemplar la creación desde esa expectativa supone adoptar un ángulo de visión, una perspectiva lúcida y luminosa. Frente a la mirada egoísta y explotadora, la mirada de Jesús revalida y reivindica la gratuidad y la belleza de la creación, surgida de las manos amorosas de Dios.



Jesús cura al tullido en sábado. Rafael
 
5. Mirada airada.

No es una mirada fácil de asimilar, quizá por eso los evangelios de Mateo (19, 9-14) y Lucas (6, 6-11) la han omitido; sin embargo es una mirada real y evangélica (Mc 3, 1-6). Les invito a leer el texto del evangelio de Marcos apenas citado. La actitud hipócrita, inhumana e impía de aquellos legalistas fariseos apenó profundamente a Jesús, que «les miró con ira» (Mc 3,5). Nos resulta difícil encajar esta mirada en quien se manifiesta «manso de corazón» (Mt 11,29) y declara «bienaventurados a los mansos» (Mt 5, 4). Nos resulta difícil encajar esta mirada en quien prohíbe airarse contra su hermano (Mt 5, 22)... Nos resulta difícil encajar esta mirada..., y sin embargo es una mirada de Jesús. No es la ira del arrebato pasional e irracional, sino la del dolor por la ausencia de compasión; expresión de una humanidad dolorida por la falta de humanidad, sofocada con el pretexto de observancias religiosas. La ira de Jesús prolonga y evoca la ira de Dios en el Antiguo Testamento, que no es sino un antropomorfismo (un modo humano de hablar) para expresar el dolor de Dios y su no indiferencia ante el deterioro del hombre por el pecado. La mirada airada de Jesús expresa la decepción por unos guías ciegos, que no sólo confunden a Dios sino que lo deforman y no comprenden que la gloria de Dios es que el hombre viva. La mirada airada de Jesús es una mirada revulsiva, para sacar a aquellos hombres de una religiosidad ritual, que se nutría de observancias, y colocarlos en el camino de la fe, que «se actúa en la caridad» (Gal 5, 6). También nosotros necesitamos contemplar esta mirada airada, porque puede que aún participemos de aquella dureza de corazón que Jesús, apenado, descubrió en sus contemporáneos.


 
Las lágrimas de san Pedro. El Greco


 
5. La mirada a Pedro.

Seguramente que las miradas de Jesús y de Pedro se cruzaron muchas veces (Jn 1, 42; Mt 16, 17-18. 23- 17, 25ss; 26, 33-35; Jn 13, 6-10), pero hay una del todo particular, porque es la última y en una situación límite; la transmite sólo el evangelio de san Lucas. Pedro acababa de negar y renegar de Jesús... «En aquel momento, estando aún hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor... Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente» (Lc 22, 60-62). ¡Imposible entrar en el misterio de ese cruce de miradas! ¡Cuánta comprensión y esperanza debió percibir Pedro en ella! Se sintió descubierto, sí, pero no condenado. Más que de reproche, la mirada de Jesús fue una propuesta renovada de amistad. Una mirada dolorida, porque el amor nunca es indiferente ante la infidelidad, pero sobre todo fue una mirada acogedora y compasiva, porque «el amor no lleva cuentas del mal» (1 Cor 13, 5). A la luz de esa mirada, Pedro, en un instante, releyó toda su vida, no sólo aquel momento y lloró, pero no desesperó. Aquella mirada le hizo renacer; se dejó mirar así y esto le salvó. A diferencia de Judas, quien rechazándola, «fue y se ahorcó» (Mt 27, 5). La mirada de Jesús es siempre una oportunidad. Como en la parábola de la higuera estéril, cual viñador celoso, él está siempre dispuesto a pedir otra oportunidad al dueño de la viña para aquella higuera infructuosa, antes de proceder a su arrancamiento. Mientras tanto, se encargará de cavar en su derredor y abonarla convenientemente a ver si logra que dé frutos (Lc 13,6-9).

Este es siempre el tono de la mirada de Jesús: propuesta misericordiosa de salvación.
 
 


El beso de Judas. Giotto




7. La mirada a Judas.

Se ha escrito mucho sobre el beso de Judas; no tanto sobre la mirada a Judas. Y debió ser muy elocuente. El seguimiento de Jesús por parte de Judas transcurrió entre el entusiasmo y la decepción; y ésta acabó imponiéndose. Su traición es el resultado de una ilusión frustrada. Como los discípulos de Emaús, Judas esperaba que Jesús «sería el que iba a librar a Israel» (Lc 24, 21) y, como el resto de los «diez», se sintió molesto ante las pretensiones hegemónicas de Juan y Santiago (Mc 10, 41). ¿Amaba Judas a Jesús? ¿Lo seguía sólo interesadamente? Nunca lo sabremos con certeza. Lo que sí sabemos con seguridad es que Jesús amaba a Judas y se fiaba de él; por eso le eligió para formar parte de los Doce (Mc 3, 13ss) y le confió la administración de los bienes Jn 12,6; 13, 19). La traición, pues, no era sólo el fracaso de Judas, también para Jesús suponía un fracaso. ¡Tanto tiempo, tanta intimidad..., perdidos! Hasta el último momento Jesús intentó recuperarlo. Por eso lavó los pies que ya habían hecho parte del camino de la traición. En Getsemaní, en el momento del beso, en los Ojos de Jesús debió aflorar una tristeza infinita, no tanto por El, que ya había asumido beber el cáliz (Mc 14, 36), cuanto por la pérdida de un amigo. Así le afrontó Jesús al acercarse: ¡Amigo! (Mt 26, 50). No le retira la amistad; se la recuerda y se la ofrece de nuevo. Es el encuentro de dos libertades: la de Judas, que se vende y vende, y la de Jesús, que se entrega y perdona, ofreciendo la mejilla, agredida por el beso traidor de un amigo equivocado. Era una nueva oportunidad. Desgraciadamente, al parecer, Judas no lo entendió.




 
Jesús y la samaritana en el pozo. Il Guercino
 
 
 
Cristo en casa de Marta y María. J. Vermeer de Delft
 

 
La conversión de María Magdalena. Pablo Veronés
 


Cristo y la mujer adúltera. Pieter van Lint
 

Jesús y la hemorroísa. Pablo Veronés
 

 
 
Milagro de la viuda de Naim. Mario Minniti



Mosaico bizantino realizado entre 1185 y 1230 en la catedral de Monreal.
Resurrección de la hija de Jairo
 
 
 
La Virgen con el Niño Jesús y santa Ana. Leonardo da Vinci
 
 
8. La mirada a la mujer.

En una cultura como la judía, en la que la mujer era considerada una realidad devaluada. «Bendito seas, tú, Señor, porque no me has hecho gentil, mujer o esclavo», rezaba tres veces al día todo varón israelita, la actitud de Jesús resultó llamativa: no rehuyó su encuentro; mas aún, no dudó en dejarse acompañar en su ministerio público por un grupo de mujeres, que le fueron fieles hasta la muerte (Lc 8, 1-3; Mc 15, 40-41) y aún después (Mc 16, 1-8). Desde su celibato por el Reino, Jesús no dudó en acercarse a la mujer y mirarla con buenos ojos y sentimientos de profunda humanidad. De hecho, el mundo femenino ocupa un puesto relevante en el Evangelio. Buena parte de los milagros tienen como destinatarios a mujeres: la suegra de Pedro (Mc 1, 29-31), la hemorroisa (Mc 5, 25-34), la hija de Jairo (Mc 5, 21-24.35-43), la hija de la sirofenicia (Mt 15, 22-28 la mujer encorvada (Lc 13, 11-13)...; y el «lenguaje femenino» inspira no pocas parábolas: la de la levadura (Mt 13, 33), la de la dracma perdida (Lc 15, 8-9), la de los dolores y alegrías del parto (Jn 16, 21), la de las diez doncellas (Mt 25,1ss); la de la viuda insistente Lc 18, 1-8)... Jesús miró con compasión a la mujer cananea (Mt 15, 28) y la viuda de Naín (Lc 7, 13) con dignidad y misericordia a la pecadora pública (Lc 7, 13) y a la adúltera (Jn 8, 1-11); con confianza a la samaritana (Jn 4, 1ss); con amor a las hermanas de Lázaro (Jn 11, 5); con ternura a María Magdalena (Jn 20,11-17); con generosidad a la pobre viuda (Mc 12, 41-44)... ¡Y cómo miraría a su madre! Los evangelios son parcos al respecto. Pero sabemos algo significativo: para ella, para María, fue su última mirada, desde la cruz (Jn 19,26-27). La mirada de Jesús hacia la mujer fue una mirada surgida de un «corazón limpio» (Mt 5, 8): libre y liberadora, adulta y madura (no dura), dignificadora, estimulante, responsabilizadora, afectiva y sin prejuicios..., que ama, enseña a amar y genera amor. Una mirada de la que todos tenemos que aprender.

 

Estudio de Cristo. Joaquín Sorolla



9. La mirada desde la cruz.

En este acercamiento a las miradas más significativas de Jesús resulta inevitable contemplar su mirada desde la cruz. Lugar difícil para adoptar posturas artificiales; lugar inhumano y cruel, atalaya de vigías marginados; lugar, sin embargo, privilegiado para contemplar la vida y probar la autenticidad de los valores en los que uno cree. La cruz es un lugar alto, elevado, «Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32), y un lugar obligado para muchos; desde el que surgen miradas muy diferentes: miradas turbadas y enturbiadas por el dolor y la desesperación, miradas que cuestionan la bondad de Dios y le interpelan; miradas de resignación impotente; miradas de iluminada esperanza... ¿Y la mirada de Jesús? Se me antoja tridimensional:

 Hacia arriba: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 45

 - Hacia los lados: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43)

- Hacia abajo: «Mujer, ahí tienes a tu hijo...» (Jn 19, 26-27). «Perdónalos, no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).


Hasta el final, la mirada de Jesús fue pro-existencial, como fue toda su vida. Murió como vivió: mirando por los otros y hacia el Padre. Su última mirada fue una mirada libre, no cegada por el dolor, sino iluminada por el amor, poniendo en práctica lo que siempre proclamó: el amor y el perdón incondicional de Dios y su entrega a la causa del Padre, al cumplimiento de su voluntad.


Hay miradas que definen y resumen una vida.


Domingo Montero, fraile capuchino