Éxtasis de Santa Teresa de Jesús y el ángel. Martín Ruiz Anglada (Ruizanglada)
«¡No dejen de andar alegres!».
(Santa Teresa de Jesús, Carta 284,4)
Ya desde niña tú querías huir
para encontrarte.
Deseaste muy pronto ir más allá,
pero la enfermedad
te abrasaba el cuerpo.
(Hasta estuviste cuatro días muerta.)
Siempre el más allá al que aspirabas
te devolvía al más acá del mundo,
a sembrar las palabras
que a todos les llevasen
a ser en plenitud.
Sabías que en Castilla
nos atrae doblemente lo celeste,
pues es mayor el cielo que la tierra
para el que siempre alcanza horizontes
de infinitud.
Ni el barro del camino,
ni los ríos desbordados,
ni la cizaña humana,
detenían tus pasos.
El cuerpo dolorido te pesaba
más que el alma,
y regresabas derrotada siempre
al centro de ti misma.
II
Regresabas al alba o en los anocheceres.
Te detenías para ver los labios
amoratados de las murallas.
Y como tú llegabas del cansancio
y la desesperación
del mundo y los caminos,
mirando aquellas piedras tan queridas
esperabas de ellas respuestas absolutas.
Quizás fueran las piedras para ti
el mismo Dios,
el que te era difícil encontrar
obligada a tratar en el mundo
con los artífices de la persecución.
Y pensabas que allí, en aquellas piedras,
estaba el origen, la raíz
de tu vida y tus obras futuras,
pues sobre ellas nacía cada día
la luz,
y allí moría.
Detrás de aquellas piedras te esperaba
otra luz: el candil de una celda,
que era útero y cuna
para ti.
Y en el silencio áspero
de la cal de sus muros,
encontrabas la Nada y el Todo,
ese Dios al que fuera buscabas
por caminos de frío y de sed.
III
¡Los caminos del frío y de la sed!
Entre Ávila y Alba
se cerró aquel día el camino.
El encinar estaba nevado.
Se había tornado blanco
el negro encinar
y la alquería, hundida en la nieve,
respiraba la luz.
La nieve en los ojos.
Ascendía el humo lentamente
desde la chimenea.
El humo,
que era el alma del fuego interior
entregándose al alma del fuego exterior,
al blancor de la nieve.
La nieve, dueña ya
del cielo y de la tierra.
La tierra,
dormida como un niño en lo profundo.
Enmudecieron los montes remotos.
Había un silencio
que deseaba transmitir su fiebre al frío
y dentro de las piedras de la casa,
esperabas, sentías en el pecho
el temporal de fuera y el temporal de dentro
aquel que no lograba amainar
tu plegaria.
Ascuas rojas del fuego de la leña
acompañaban tu soledad
y tus ojos ardían en lo oscuro
contemplando
gozosamente,
más allá de la escarcha del ventano,
lo blanco de lo blanco,
la plenitud de ser en lo absoluto.
IV
Habían entrado al anochecer, como furtivas,
en la ciudad de las piedras de oro.
Las doscientas campanas de los cien campanarios
volteaban tenebrosas
anunciando la Noche de Ánimas.
Frío y miedo ascendían del río,
les salían al paso en cada esquina.
Y ella, al caminar, pensaba:
“Quizás mañana,
día de Todos los Santos,
torne la luz hasta estos muros hoscos,
y a nuestros corazones”.
Llegaron a la casa
de los pajares, graneros y desvanes.
Se abrazaron sus cuerpos a la piedra
del portón y esperaron ateridas.
Al fin, llegó un hombre con la llave
y les dejó a las dos mujeres
dos mantas y una vela.
Y se fue.
Volteaban incesantes las campanas
de la Noche de Ánimas
en el patio de la higuera
y aumentaban sus miedos y las sombras
en aquel laberinto
de las estancias de la pobreza,
en donde aleteaban asustadas
palomas negras.
Querían sollozar.
Dieron con un montón de paja seca.
Se acurrucaron lentamente en él
como en materno útero
esperando que el sueño o la plegaria,
el poema o el éxtasis,
las apartase de aquel morir
sin morir
de la Noche de Ánimas.
V
Días después,
de regreso al origen,
al diamante de tus cielos de infancia,
en la otra soledad (la de la celda)
perdías el sentido,
pues abismada en el callar querías
seguir muriendo
para alcanzar la vida verdadera.
Y en llama te tornabas, ardías: te elevabas.
Pero aún pesaba mucho más en ti
la carne que nos muere poco a poco
que el venablo ardiente del espíritu.
Y caías al suelo derrotada,
y llorabas a gritos,
y quedaban tan sólo en tus ojos
dos llamas;
en tus ojos,
que querían huir una vez más
hacia los horizontes infinitos.
Y decías adiós
a la humilde luz
del candil y a la cal de la celda,
y dejabas atrás las murallas,
y sus labios de piedra amoratados,
y salías de nuevo a los caminos
que extravían.
Así tenía que ser hasta que alcanzases,
en la vida, la muerte verdadera:
la que vence a la piedra y la ceniza.
Antonio Colinas
La nieve en los ojos, (A santa Teresa de Jesús).