Vidrieras catedral de León. Fachada sur
Gracias a la belleza sensible, el alma se eleva a la verdadera belleza, y de la tierra en que yacía sumergida, resucita al cielo gracias a la claridad de estos esplendores.
Suger, abate de Saint Denis
Dios es luz. De esa luz inicial, increada y creadora, participan todas las criaturas. Cada una de ellas recibe y transmite la iluminación divina según su capacidad, es decir, según el rango que cada uno ocupa en la escala de los seres, según el nivel en que ha sido situado jerárquicamente por el pensamiento de Dios. Originado en una irradiación, el universo es una corriente luminosa que desciende en cascadas, y la luz que emana del Ser supremo coloca a cada uno de los seres creados en un sitio inmutable. Pero la luz todo lo une. Vínculo de amor, irriga el mundo entero, lo instala en el orden y en la cohesión, y puesto que todos los objetos reflejan más o menos la luz, esta irradiación, gracias a una cadena continua de reflejos, suscita, desde las profundidades de las tinieblas, un movimiento inverso, movimiento de reflexión hacia un foco de irradiación.
De este modo, el acto luminoso de la creación instituye por sí mismo un acceso progresivo de grado en grado hacia el Ser invisible e inefable del que todo procede. Todo se reencuentra en él gracias a las cosas visibles que a medida que ascienden en la jerarquía reflejan cada vez mejor su luz. Es así como lo creado conduce a lo increado por una escala de analogías y de concordias. Elucidarlas una tras otra significa avanzar en el conocimiento de Dios. Luz absoluta, Dios está más o menos oculto en cada criatura, según esta sea más o menos refractaria a su iluminación; pero cada criatura lo descubre a su manera puesto que libera, ante quien la observe con amor, la parte de luz que contiene en sí.
Georges Duby, La época de las catedrales (Arte y sociedad, 980-1420).
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