Eres, Señor, inundación,
eres derroche.
Como una linfa silenciosa
empapas todo lo que es y lo que somos.
Eres un Dios vertido.
Déjame recogerte, cribarte
como pepitas de oro en las arenas
del río de la vida.
Que yo te busque, te halle y te regale
como oro escondido que no es mío;
es de todos.
No permitas que yo te acaudale,
te reserve y te guarde.
Que no me satisfaga
el cuidarte y limpiarte
como pieza curiosa de un museo
para el turismo humano.
Enséñame a perderme. Y que me pierda.
Dispón de lo que es tuyo.
Viérteme donde Tú quieras,
Señor, con tus dos manos.
Siémbrame sin medida, a tu voleo.
Que no me guarde, trigo sin pudrirme
y sin dejar espiga que engrose tu granero.
Que del pan que Tú eres y me haces,
se han de saciar miles de hambres.
Toma, Señor, lo que me diste
y lo más tuyo y mío:
mi poder decidir sobre mi mismo.
Decido ser amor y gracia como Tú.
¡Eso me basta!
Enséñame a perderme y que me pierda. Ignacio Iglesias, SJ.
(1925-2009).
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Gracias, querida Tomasina.
Es una entrega total.
ResponderEliminarAbrazos, querida Rosa
Total.
EliminarUn beso, querida Verónica.